El Correo-JAVIER ZARZALEJOS

La salud social de la Carta Magna es mucho mejor que la que refleja la política partidista. La radicalidad o el extremismo, lejos de hacer sospechoso su éxito, son su mejor elogio para un demócrata

Muchas veces parece que en España lo que funciona es sospechoso. Tal vez por eso el éxito tiene mala prensa y el triunfador es un ser observado con recelo, cuando no con abierta hostilidad. La envidia deja poco espacio a la admiración y la turbia esperanza de que algo negativo siempre termine por aflorar exime de la antipática tarea de reconocer a quien lo merece. La verdadera filantropía está mal vista y en el mejor de los casos se considera útil para denunciar las supuestas carencias del Estado, en vez de ser apreciada como la expresión de una saludable sociedad civil. Aquí, salvo excepciones, no vemos esas placas que recuerdan a los benefactores que hicieron posible un nuevo pabellón en un hospital, un museo o, sin llegar a tanto, un banco en un parque público. Con frecuencia, la búsqueda de la excelencia trata de pasar desapercibida porque de conocerse no será reconocida como el esfuerzo de superación y calidad en cualquier actividad, sino como un artificio clasista y discriminatorio. Las virtudes que toda sociedad aspira a cultivar en beneficio común se recluyen en el ámbito privado con la sensación del torero al que echan del ruedo a almohadillazos mientras hacen su entrada el sensacionalismo, la demagogia y el espectáculo en el que se funden los realities telebasura y las performances de Rufián.

Esta pulsión autolesiva que nos distingue para peor de otras sociedades que han desarrollado un valioso sentido comunitario en el que plasman virtudes cívicas se proyecta sobre la Constitución a los cuarenta años de su aprobación. Dejemos a un lado la piadosa recitación de obviedades del tipo «la Constitución, como toda obra humana, no es perfecta», «la Constitución prevé su propia reforma» y similares porque no añaden nada, y recordemos el consejo anglosajón de no reparar lo que no está estropeado. Como tendemos a confundir lo que nos parece impensable con lo imposible, convendría observar un panorama en el que la negación de lo que funciona bien se dirige a la Constitución. Por un lado, están los revolucionarios posmodernos que ven en la Corona el eslabón débil, el clavo del abanico que si salta haría saltar a todo el sistema. Son republicanos pero de república bolivariana, republicanos de la república como instrumento de exclusión, que quieren convencernos de que una república que expulse a la mitad de los ciudadanos, como poco, es preferible a una Monarquía que abre el juego político a todos, también a los que aspiran a abolirla.

Luego están los independentistas, bien en la fase delirante y kafkiana de Cataluña, o en el estadio de reconstrucción confederal-abertzale que protagonizan el PNV y EH Bildu. La declaración alumbrada por ambos en la que se ataca a la Constitución es una exhibición de la falacia nacionalista no solo en lo que tiene de tergiversación histórica, sino de hipocresía política: un texto pactado entre los que han detentado el poder de manera prácticamente hegemónica durante casi los mismos años que tiene la Constitución y una fuerza política recreada para sobrevivir a la derrota operativa de ETA. Y finalmente se encuentra la izquierda tradicional, el Partido Socialista que, aupado al poder por los anteriores, reviste su creciente indiferencia hacia el consenso constitucional como pragmatismo de poder y anda muy afanado buscando cómo crear –y promocionar– una extrema derecha con la que justificar su activismo izquierdista, a pesar de que todo indica que Franco sigue muerto. Lo recordaba en un reciente artículo Ricardo Dudda.

Bien va a ser esta una peculiar celebración del aniversario constitucional, con más de la mitad de la coalición parlamentaria que llevó al poder a Pedro Sánchez atacando de plano a la Constitución. Un ataque que se produce no a lo que tiene de texto escrito, sino a lo que representa como transición democrática, como reforma sin ruptura, como consenso y no imposición; en lo que tiene de definición de España como una nación plural en democracia. Pero todo esto es precisamente lo que marca el éxito de este periodo frente al pasado. Es lo que ha alejado a España de la violencia y el exclusivismo de partido que llevó –ese sí– a constituciones impuestas que cegaban el juego político hasta que este reventaba en forma de pronunciamiento, asonada, levantamiento o cualquiera otra de las formas de irrupción de la fuerza que contiene el diccionario.

¿De qué es culpable la Constitución? Para unos es culpable de ser monárquica como si hablaran de una Monarquía absoluta y dan toda clase de argumentos para combatir a la institución, pero ni uno solo fundado e históricamente solvente para optar por la República. Por aquí le reprochan «imponer» la unidad de España, como si esta fuera un constructo de anteayer, y no reconocer que el derecho de autodeterminación se deriva de los derechos históricos, lo que lleva a preguntarse si hay algún derecho descubierto o por descubrir, hoy o en los próximos siglos, que según la interpretación nacionalista no se derive de los derechos históricos.

Otros parece que encuentran incómodo el texto constitucional porque no sólo ha permitido gobernar a la derecha, sino que a ellos les impide ese ejercicio freudiano de «matar al padre». Ese padre, llámese Felipe, Santiago o Alfonso, que el revisionismo de la izquierda respecto a la Transición percibe que sigue vivo en el compromiso al que se llegó entre la unidad y el derecho a la autonomía, en las relaciones de cooperación con la Iglesia Católica, en la enseñanza concertada, y en la propia Monarquía parlamentaria como forma política del Estado. Si analizamos la salud de la Constitución es mucho mejor la social que la que refleja la política partidista. Porque la radicalidad, el extremismo, la pérdida del sentido de la convivencia que demuestran estas descalificaciones, lejos de hacer sospechoso el éxito de la Constitución, para un demócrata resultan su mejor elogio.