ABC-JON JUARISTI

EL lunes pasado, en el salón de actos de la Real Academia Española, se inauguró el Bienio Pidalino (cincuentenario de fallecimiento de Ramón Menéndez Pidal en 1968 y ciento quincuagésimo aniversario de su nacimiento en 1869). Hubo breves y enjundiosas disertaciones a cargo del director de la Fundación Ramón Menéndez Pidal, Jesús Antonio Cid, y de los académicos Juan Gil, Inés Fernández Ordóñez, Pedro Álvarez de Miranda y Aurora Egido; un discurso institucional de clausura del acto por el director de la RAE, Darío Villanueva, y un recital de romances y canciones tradicionales con zanfoña y vihuela por Amancio Prada, a quien saludé y fingió, muy educadamente, reconocerme. Y es que he cambiado mucho, Amancio. Tú, no tanto.

Pensaba yo, mientras se desarrollaba la ceremonia, en lo raro que resultaba el homenaje a don Ramón, no tanto en la RAE (al fin y al cabo, la dirigió en dos periodos extensos e importantes de su historia, antes y después de la guerra civil, mediando un tercero de dilatado ostracismo que le fue impuesto sucesivamente por uno y otro bando), como en la España de 2018, tan lejana y ajena a lo que representó el gran filólogo e historiador, «otro del 98», como le gustaba definirse, formado en la Restauración y en el bipartidismo liberal. Todavía en 1947 sostenía que la nación necesitaba de dos partidos, el de la tradición y el del progreso. Nadie le hizo entonces caso alguno, ni los vencidos ni los vencedores. Menéndez Pidal, coetáneo de Unamuno y, como este, discípulo de Marcelino Menéndez Pelayo, fue, hasta la transición, un icono de la alta cultura española, lo mismo que Baroja, Ortega o Marañón, pero su significación para la modernidad nacional rebasa la de todos los demás, incluyendo la de su maestro cántabro, porque seguimos asentándonos en el zócalo nacional construido por don Ramón, un zócalo que se agrieta y desmorona, pero que sigue siendo el de la única identidad colectiva que puede contenernos a todos los españoles. Menéndez Pidal construyó los saberes de la nación, los de la lengua y la historia comunes. Para ello se zambulló en los origenes e incluso en la oscuridad anterior al origen, o sea, en lo que Juan Gil, en su excelente intervención del lunes, llamaba «la España Primitiva», la de los iberos apartadizos que se destripaban entre sí a mayor gloria de Sertorio o Pompeyo. De modo que lo prerromano y aún más lo medieval pesaron demasiado en la ingente obra pidalina. Pero esa «inmersión lingüística» en el pasado remoto fue, al contrario que las aldeanadas del presente, condición necesaria para consolidar la nación-estado española, fruto de una revolución política que se realizó en lo fundamental bajo la monarquía liberal y mediante la lengua nacida en Castilla, devenida vernáculo de la libertad, frente a la que el absolutismo recurrió a convertir las otras lenguas de España en «preservativos» contra las disolventes ideas modernas, según la jerga del clero carlista.

No fue el acto del lunes en la RAE un mal comienzo del Bienio Pidalino, aún con su falta de solemnidad y la notable ausencia de académicos (que contrastaba con el llenazo de la sala por la clase de tropa). Así y todo, la docta corporación, teniendo en cuenta que llovía y que seguramente había partido de algo, hizo lo que pudo. Sería de desear que Debile principium melior fortuna sequatur, como decían los clásicos. Refiriéndose a nuestra deuda con Pidal, Darío Villanueva citó dos veces en latín a Bernardo de Chartres: Quasi nanos gigantum humeris insedentes. «Somos como enanos a hombros de gigantes». En fin, a ver cómo responde a esa deuda la España oficial, o sea, la liliputiense.