CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO – EL MUNDO – 21/01/17
· El populismo tiene arraigo en América, hasta el punto de que Obama lo reivindicó. El día de ayer deja una marca fea en la historia.
La chaqueta desabrochada y la corbata bamboleándose hasta la entrepierna: «El 20 de enero de 2017 será recordado como el día en que el pueblo volvió a gobernar esta nación». Todo lo que vino después fue terrible. Trump hizo un discurso de inauguración que deja corto el concepto de populismo. Que desbordó los peores pronósticos. Que destroza cualquier esfuerzo de buena voluntad hacia el Trump presidente. Un discurso ofensivo. Divisivo. Furiosamente nacionalista. Para inteligencias limitadas. El de menos palabras desde Carter. Un tuit.
Ana Palacio y yo nunca pudimos llegar al National Mall. Abajo, en la calle, el caos era total. Un miembro de los servicios secretos nos dijo: «Culpen ustedes al Comité para la Inauguración Presidencial». La zona estaba blindada. Unos metros más allá, coincidimos con uno de los tantos grupos que habían venido a boicotear la toma de posesión. De pronto, recibimos un fuerte empujón por la espalda. Ana, antigua ministra de Exteriores, referente de racionalidad, la persona menos sectaria que he conocido, había sido violentamente zarandeada. La vi desaparecer bajo un amasijo de cuerpos y carteles de Black Power is Back e Indigenous Resistance. Una chica delgadita con el pelo desteñido de azul y hierro en los dientes me gritó: «¡El paso está cerrado!» Le contesté: «Quiero llegar al Mall». Me replicó: «¡Me da igual, la calle es nuestra!» Unas horas después, la policía intervenía con gases lacrimógenos.
El atril y la calle eran una metáfora completa de lo que la política ha devenido en la era digital: un entretenimiento vulgar y disolvente; una fusión de Twitter y testosterona. Y también la prueba de la visceral división de la sociedad americana. El trumpismo es, ante todo, una reacción identitaria al identitarismo fomentado por la izquierda. Hay que releer a Tony Judt: la segmentación de la sociedad en grupos étnicos, sexuales o religiosos, la exaltación de la diferencia por encima de lo común, ha socavado la gran base de América: la ciudadanía. Trump lo captó y se dirigió a la minoría mayoritaria, a los blancos desplazados. En lugar de unir al país, decidió aprovechar la división con una campaña incendiaria. Al identitarismo de la izquierda contrapuso más identitarismo. Y el resultado ya es devastador.
Desparramados en torno al Capitolio, los partidarios de Trump protagonizaban su particular toma de posesión: Washington, feudo de las élites, palacio de los insiders, altiva amalgama de corrección política y razón de Estado, ¡capital del mundo!, es por fin nuestra, ¡de los deplorables! Así se hicieron llamar los seguidores de Trump después de que los calificara de esa manera Hillary Clinton. La candidata demócrata pidió disculpas por la generalización. Pero para qué. Los trumpistas convirtieron el insulto en un meme letal.
El jueves, mientras muchos republicanos de toda la vida huían de la capital para no ver, no oír, no hablar, Los Deplorables celebraban su DeploraBaile. Su web proclamaba: «Somos los felices guerreros que, sin contratos literarios ni firma en los periódicos, hemos hecho avanzar la libertad en Estados Unidos y en el mundo».
El populismo tiene arraigo en América, hasta el punto de que Obama lo ha reivindicado para sí. Vean su perorata sobre el tema en YouTube. Sin embargo, el día de ayer deja una marca fea en la historia. Trump es populismo, es nacionalismo, pero también es algo más: es la degradación de la política como una rama del entretenimiento más disolvente. Es la primera vez que un presidente no sólo gana las elecciones sino que también se dispone a gobernar como un necio pendenciero. Berlusconi era un payaso y un corrupto, pero no festejaba la debilidad de la UE ni planteó la expulsión de los inmigrantes ni promovió un nacionalismo incívico.
Trump en la Casa Blanca trae a la actualidad el famoso debate, en los años 20, entre Walter Lippmann y John Dewey. Lo inició Lippmann, un periodista formidable y modelo del insider, del columnista con acceso privilegiado al poder. A su juicio, la debilidad de los medios y la propia tendencia de los periodistas a sustituir los hechos por opiniones estaban achicando peligrosamente la capacidad de los lectores para aprehender la realidad. Un ciudadano, explicó, debe valorar asuntos cada vez más complejos. Sin embargo, la información de que dispone es cada vez más incompleta, sesgada y confusa. El resultado es una degradación de la democracia; un triunfo de los dogmas, los prejuicios y las sensaciones.
Lippmann operaba en un mundo menos líquido que el actual, y cuando el mediador todavía conservaba prestigio y el monopolio en la transmisión de los hechos. Todo eso se acabó. El derrumbe de la empresa periodística, la pérdida de prestigio del insider–un poderoso sin poder–, el auge de la telebasura, la tuiterización de la política… La democracia ha perdido uno de sus diques, y las mentiras y los sentimientos avanzan sin control.
Frente a Lippmann, se ha impuesto la tesis de Dewey de la democracia como una gran conversación social. Y en la era de Twitter lo ha hecho en forma de histérico griterío. El resultado no es un empoderamiento del ciudadano sino exactamente lo contrario: la vuelta del líder carismático. Del macho-alfa. Del vendedor de crecepelo.
De ahí la desmoralización que produce ver a personas inteligentes hacer contorsiones morales y dialécticas para defender a Trump. Acusan a sus críticos de elitistas pero luego invocan a las élites republicanas, judiciales e institucionales como garantía frente a los posibles desmanes del nuevo presidente. Dicen que son gente racional y bien informada pero luego les exculpan con argumentos que lo desmienten: «No sabían exactamente lo que votaban», eufemismo de ignorancia. «Votaron movidos por la ilusión», eufemismo de frivolidad. «Votaron contra Obama», eufemismo de irresponsabilidad. Un demócrata debe aceptar dos premisas esenciales: el pueblo siempre tiene la responsabilidad y el pueblo a veces se equivoca. We, the people… no siempre acertamos.
La derecha comete un grave error al asumir a Trump como uno de los suyos. Trump no tiene ideología, ha cambiado de partido cinco veces y su política ataca los fundamentos de la modernidad política: la nación cívica, la apertura económica, la alianza atlántica y una Europa unida. Fue Lincoln, un republicano, el que dejó dicho: «Una casa dividida contra sí misma no puede permanecer en pie». Ayer Trump levantó el puño.
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO – EL MUNDO – 21/01/17