ABC 23/11/13
DAVID GISTAU
· Presiento una eterna Navidad salpicada de borreguitos que nos doblegue hasta la domesticación definitiva
EL basural en el que se habían transformado las calles de Madrid amaneció, prácticamente de un día para otro, limpio y convertido en un prematuro escaparate de Navidad. Hombre, tampoco era eso. El cambio ha sido demasiado abrupto. Sin apenas tiempo de adaptación, hemos pasado del desmoralizador espectáculo de la ciudad abandonada a su suerte, de la inminencia de una precaria existencia a lo Mad Max, a esos adornos bizcochosos que por puro reflejo pavloviano inducen la docilidad, la exaltación sentimental, y las ganas de patinar sobre hielo de la mano de la novia que tuviéramos en la adolescencia. Mi capacidad de dispensar amor es muy limitada y la necesito entera para agotarla en casa. No se me puede pedir, ya desde noviembre, el esfuerzo de sentirme en armonía fraterna con cualquier desconocido con el que me cruce por la calle.
La producción de bilis es necesaria para el oficio periodístico. Cómo vamos a mantenerla en los índices adecuados para la escritura frecuente si se nos tiene tanto tiempo cautivos de un estado de ánimo parecido al de Mike Tyson cuando, en un brillante anuncio que circula por la red, acude a casa de Evander Holyfield para pedirle perdón, devolverle, metido en un estuche, el trozo de oreja que le arrancó de un mordisco, y abrazarlo. A Holyfield y Tyson, yo sólo los concibo abrazados si se trata de un «clinch» en el que no dejan de buscarse el hígado. Cualquier otro abrazo, incluso sin beso, es una traición a los roles de uno de los grandes antagonismos de la historia del boxeo. En ese sentido, prefiero la constancia en el odio de Joe Frazier, que jamás llamó a la puerta de Alí para devolverle ningún pedazo, sino que se mantuvo tan apegado a la ley de la rivalidad como para confesar que, cuando vio al Más Grande encender el pebetero en los Juegos de Los Ángeles, él rezaba delante del televisor para que se cayera dentro de las llamas.
La temprana aparición de los adornos de Navidad tal vez oculte una intención mucho más aviesa que la de prolongar la temporada de compras. Me pregunto si no está detrás el Gobierno, ensayando una estrategia de control social más sutil que la aristas represoras de la ley de seguridad pública. Se trataría de ir dejándolos progresivamente más y más meses para alcanzar el año electoral con un espíritu navideño convertido ya en paradigma de conducta durante las cuatro estaciones. Una suerte de hipnosis colectiva por la que la gente no desarmaría el árbol ni en agosto y descubriría, en la reclamación constante de amor a la humanidad, que no puede alcanzar la temperatura de indignación adecuada para manifestarse o derribar un gobierno. Ni para escandalizarse por el hecho de que el PP haya saboteado en el Parlamento una iniciativa de UPyD para evitar que los etarras excarcelados cobren subsidios del Estado mientras permanezcan refractarios al arrepentimiento. Fíjense si el plan es malvado, que paseando por la calle Serrano vi el otro día que una campaña para el uso de la lana ha servido como excusa para montar en la calle un corral con borreguitos como los de Norit –igual de feroces que los toros que se sueltan en la plaza ahora, según José Márquez y su Norit del Cuvillo– y unos decorados que imitan el bucolismo pastoral de la campiña inglesa. Camba, que creía en la textura literaria del humo de los cafés, decía que, ante la naturaleza, sólo es posible escribir en insoportables términos líricos. Esa es la amenaza que presiento: una eterna Navidad salpicada de borreguitos que nos doblegue hasta la domesticación definitiva. Incluso Tyson anda repartiendo abrazos.