Eduardo Uriarte Romero-Editores
Así nos despedimos la semana pasada tras una acalorada discusión de política. Desde que le conozco a ese amigo, ya hace años, hemos podido hablar tranquilos, constructivamente, y, aunque no estuviéramos de acuerdo en todo, siempre se aprovechaba su conocimiento y sacabas alguna idea nueva. El otro día fue un mutuo achaque de errores sobre la visión de cada uno ante la situación de crisis política que atravesamos y sobre el qué hacer. ¿Éramos culpables nosotros de lo que pasa?, creo que no, no pintamos ya nada. Pero ambos estábamos ofuscados, contábamos las cosas desde nuestro lado parcialmente -actitud peligrosa- y, en ocasiones, se podía detectar un cierto prurito de superioridad moral en alguna de las intervenciones. Estamos mal. El más acalorado era yo.
Esta sensación de malestar, debido a los enfrentamientos a los que estamos llegando, empieza a extenderse. “El negro futuro se adivina palmario”, escribe el profesor Antonio Rivera (“Danzad, Danzad, Malditos”, El Correo, 11,3,19), y aboga por el cambio de pareja en las futuras alianzas -sospecho que alentando hacia la centralidad del sistema político-. Buena voluntad, necesaria llamada, pero puede resultar ingenuo si el que hoy dirige los acontecimientos con singular habilidad tiene desde hace tiempo otra partitura en su atril.
Valls, en el mismo sentido, llama a un acuerdo de los constitucionalistas, PP, PSOE y Ciudadanos frente a los populismos de izquierdas y derechas, con el fin de recuperar las relaciones políticas hoy frustradas ante la existencia de bloques. En un papel testimonial, Valls ejemplar, casi entrañable, -es el último republicano en España (con el debido respeto a López Arribas que se ha quedado el anteúltimo, apenas quedan más)-. Y el mismo Santos Juliá nos recuerda el final de la República sugiriendo el discurso de las derechas como el origen de la tragedia que provocó.
Posiblemente sea discutible la parcial visión de Juliá en este artículo, pero no cabe duda que el recuerdo de aquellos momentos nos tiene que hacer pensar. Hoy, el anuncio de una coalición del bloque de derechas en Navarra, aunque lo comprenda y considere necesario ante el avasallamiento del otro bloque – nacionalista, populista e izquierdas que lleva en función cuatro años -, me ha dado qué pensar, porque fue en Pamplona en el 36 donde empezó todo. Y últimamente no hay articulista serio de opinión que no mente la guerra casi como un hecho cercano.
Mi respetado profesor Juliá es veraz pero quizás parcial en sus aseveraciones (“España Rota”, El País, 10, 3, 19) sobre la responsabilidad del discurso de Calvo Sotelo previo al estallido de la guerra, porque él conoce la otra parte de la historia. Cuando rememora el discurso sobre la España rota no fue éste sólo lo que desencadenó la contienda, pero lo trae con cierto oportunismo ante el actual discurso de la derecha: “Y es por eso, quizá, por lo que escuchando estos días lo que cuentan los jóvenes líderes de la derecha española, solo se puede abrigar el temor de que la discordia cerril que están provocando con su lenguaje extremo, su España se rompe, la vamos a pagar todos muy cara, como demasiado cara pagamos ya la discordia no menos cerril alimentada por los secesionistas catalanes cuando entre ellos decidieron competir a ver quién pujaba más alto”. La guerra desde el otro lado.
Bien, es peligroso este lenguaje de la derecha, ¿pero no es consecuencia de algo previo? Pongamos primero como prólogo de la actual crisis la insoportable pasividad de Rajoy ante los graves problemas que se barruntaban, donde no había ni atisbo del discurso de Calvo Sotelo. “Le sustituyó casi su inversa: un temerario resistente frente a un diletante contumaz, un crédulo en las posibilidades del ser humano frente a un creyente de las capacidades curativas del paso del tiempo. Con este sustituto tampoco nos fue mucho mejor. Lo intentó, aunque sin éxito, porque enfrente no estaban por la labor”, escribe Antonio Rivera. Y entre la pasividad de uno y el actual decisionismo del actual líder de la izquierda, mucho más desestabilizador que la desesperante pasividad de la derecha, hemos llegado los viejos del lugar a recordar situaciones del pasado que se arrastraron hasta la tragedia.
Hay que valorar que el nuevo líder se ha movido como pez en el agua en lo anormal, en lo excepcional. Ha llevado hasta el límite cualquier propuesta en este ambiente de anormalidad y enfrentamiento. Sánchez se erige en lo anormal, vive y en él avanza a base de decisiones excepcionales. Anormal fue romper con la costumbre asumida por nuestro sistema de que el mayoritario en el Congreso era el que gobernaba. El “no es no”, consigna destructiva donde las haya, fue su lema, que le llevó con una osadía inusitada hasta el poder, de nuevo a su partido, y a la presidencia del Gobierno. Al Gobierno, también, por el procedimiento anormal, de nuevo, de una moción de censura no constructiva: excepcional. De presidente brilla con su capacidad de decisión llevada al límite: no convoca las prometidas elecciones y se apoya en los que quieren destruir el Estado. Guía práctica para entender al complejo filósofo alemán Carl Schmitt.
En lo excepcional se muestra la capacidad de decisión soberana, se convierte a la diputación permanente en asamblea para sacar adelante las partidas sociales, y electorales, que un mes antes fueron rechazadas por el Congreso. Disolviendo la Cortes “insospechadamente, había inaugurado una ‘nueva legislatura’ con los ‘viernes sociales’” (Kepa Aulestia, “Sugestión Monclovita”, El Correo, 9/3/19). Negocia con los secesionistas procesados y la derecha se manifiesta contra ello en Colón conformando el deseado bloque por el nuevo líder con el fin de situar a Ciudadanos en el bloque de derechas. Se le obstaculiza a la derecha acudir a la manifestación feminista tras un manifiesto sectario, y los que a pesar de él acuden son abucheados.
Desde hace tiempo, desde ZP, la única base ideológica del socialismo español era la maldad de la derecha y su conversión en enemigo. A partir de ahí el conflicto cotidiano ha sido el punto de partida de la decisión de Sánchez, pues se busca el enfrentamiento y no la solución con los otros, retirando la confianza en los seres humanos si estos seres humanos son de derechas. Estos son necesarios enfrente, pletóricos de maldad y de obstaculización al progreso. Consecuentemente, nuevas decisiones por excepcionales que fueren. El problema, y Schmitt lo anunciaba, es que la excepción llama a la dictadura. Finalmente, aunque sea cierto que la apología que Schmitt hiciera de la guerra, momento en el que el decisionismo encuentra su espacio ideal, Sánchez no la desarrolle explícitamente, nos desentierra todos los muertos de la misma. Síntoma preocupante.
Carl Schmitt acertó en pronosticar que la excepción llama a la dictadura -su opción frente a lo que consideraba la ruina ética del liberalismo y que los nazis descubrieron para su uso-. Crítica al liberalismo que hoy comparte casi toda la izquierda junto con el populismo de izquierdas y derechas y esos otros totalitarismos que son los nacionalismos, periféricos o no. ¿Estrategia asumida?, quizás no, pero un sumatorio de decisiones nos conducen a un proceso que desde Italia y Alemania se extendió a casi toda Europa en la otra crisis que asoló los años treinta del pasado siglo. Si esta estrategia está asumida por Sánchez, ya sea por un diseño previo aceptado, o porque decisión tras decisión le va da dando resultado, el proceso de ruptura del encuentro político que se forjó en el 78 toca a su fin y las propuestas trasversales se convierten en testimoniales. Una vez que la espiral del encono y el enfrentamiento se abre, y aquí muchos sabemos de ello, no hay manera de pararlo hasta la llegada de otras generaciones.
Preocupante. Es coherente que tras el decisionismo aplicado haya surgido, tras el enfrentamiento llevado al límite, la necesidad del enemigo y la presencia de la guerra, aunque sólo sea en su continuo recuerdo. Y no ha sido la derecha la que la ha recordado, aunque yo me preocupe con lo de Pamplona. Si Sánchez hubiera convocado las elecciones tras la moción de censura no estaríamos tan tensos y podríamos celebrar el cumpleaños de los amigos como se merecen sin acaloramientos ni enfrentamientos. Pero quizás, es eso lo que peligrosamente se busque. Esperemos que sea, tan sólo, hasta pasar las elecciones, aunque de todo esto quedará un poso muy perverso.