ABC-ISABEL SAN SEBASTIÁN
El candidato socialista escupe a la mano tendida de Rivera y a cualquier oferta de pacto
AL paso que vamos, el candidato socialista nos arrastra a unas quintas elecciones, y después unas sextas, y así hasta que alguien, dentro de su propio partido, tenga la cordura de buscar otro líder menos pagado de sí mismo y más preocupado por España. Alguien capaz de entenderse con sus adversarios en aras de componer un gobierno. Un dirigente a la altura de lo que demanda un mapa político extraordinariamente complejo.
Lejos de encarnar esa figura responsable, conciliadora, dialogante y patriota, Pedro Sánchez sigue haciendo gala de un narcisismo patológico que le impide tejer cualquier clase de pacto. No sale del yo, mi, me, conmigo. Ciego a los resultados arrojados por las urnas de abril y al bloqueo al que nos abocaron, sordo a los pronósticos que formulan unánimemente las encuestas, se empecina en ejercer el poder en solitario y exige a todos los demás un apoyo incondicional a su persona frontalmente opuesto al juego de equilibrios que impone la aritmética parlamentaria. De modo que, si hemos de hacer caso a lo que auguran los sondeos, cuando se cuenten los votos del próximo 10 de noviembre estaremos exactamente igual que estamos, en manos de un individuo de ambición desmesurada cuya hipertrofiada percepción de sí mismo le inhabilita para gestionar todo lo que no sea una mayoría absoluta.
El candidato socialista escupe con deprecio sobre cualquier oferta de pacto. Nadie alcanza altura suficiente para compartir con él la gloria que cree merecer. Su «socio preferente», Pablo Iglesias, fue apeado del cartel en plena negociación, porque su presencia en el consejo de ministros le habría quitado el sueño (sic). No perturba lo más mínimo su descanso la coyunda infame de su compañera Chivite con los herederos de ETA en Navarra o la de sus correligionarios con el separatismo en cuarenta ayuntamientos de Cataluña, por no mencionar los múltiples acuerdos municipales y autonómicos vigentes entre PSOE y Podemos, pero convivir con el de la coleta o cualquiera de sus colaboradores en Moncloa le habría resultado insoportable. ¿Por razones ideológicas, de principios, de sensatez? Desde luego que no. Por una mera cuestión de egocentrismo, de vanidad incompatible con la realidad demoscópica, que impone a los actores de nuestra escena política grandes dosis de humildad y capacidad de rectificación.
Ciudadanos lo ha visto con tal claridad que ya ha dado a su discurso un giro de ciento ochenta grados para regresar al que era antes de la campaña de abril. O sea, el propio de una formación de centro, con vocación de bisagra y disposición al entendimiento con ambos lados del espectro. Una postura tardía, seguramente impuesta por el castigo del electorado a su pretensión de sustituir al PP en el liderazgo del centro-derecha, pero en todo caso constructiva y útil al propósito de salir del atolladero tejiendo alianzas viables entre fuerzas constitucionalistas. ¿Cuál ha sido la respuesta de Sánchez a la mano tendida de Rivera? Un salivazo en toda regla. Un «no queremos su apoyo, solo que no bloqueen», formulado con infinito desdén desde la peana de arrogancia en la que vive instalado. La misma que le aguarda a Casado si se atreve a plantear formalmente el gran acuerdo de Estado que muchos, dentro y fuera del PP, contemplan a estas alturas como única solución a una inestabilidad que amenaza con hacerse crónica. Con Sánchez como vencedor no hay negociación que valga. Él lo vale todo. Tan deslumbrado está por su propio resplandor que agradece, conmovido, el respaldo aparentemente gratuito que le dan ERC y Bildu, sin ver que lo que están haciendo es alimentar su debilidad.