IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Será verdad que los casos de racismo en el fútbol son aislados pero se está volviendo cada vez más difícil demostrarlo

Apenas una semana después de que Vinicius fuera criticado por llorar cuando hablaba del racismo en el fútbol, en Getafe le llamaron «gitano» a Quique Flores y «mono» al argentino Marcos Acuña. Y el mismo día, al portero del Rayo Majadahonda, Cheikh Sarr, le dijeron «negro de mierda» en el campo del Sestao. La novedad consiste en que Sarr fue expulsado por lanzarse contra el espectador faltón, sus compañeros se retiraron del partido y ahora pende una grave sanción sobre el equipo y sobre el jugador, que se supone debió aguantarse y marcharse disciplinadamente al vestuario en vez de protestar con (lógica) furia al árbitro. A pesar de la mala fama acumulada por la reiteración de incidentes similares con carácter casi cotidiano, la opinión mayoritaria sostiene que España no es un país racista y que los citados episodios son casos aislados. Y será verdad pero, para ser francos, se está volviendo cada vez más difícil demostrarlo.

Porque el problema no es que haya racistas, en el fútbol o en cualquier otro ámbito, sino la tolerancia social e institucional con ellos. De las instituciones deportivas no cabe esperar gran cosa: son un ámbito de corrupción –como muchas otras– cuyos responsables resultan incapaces de cumplir sus propias normas. Sin embargo, la comprensión de una significativa parte de la sociedad con el odio y la violencia verbales, su minimización como parte de un espectáculo donde la gente va a desahogarse, representa un síntoma de degradación moral inquietante, no muy distinta por cierto de la que puede apreciarse a diario en el debate político de los estercoleros digitales. El más ridículo de los argumentos exculpadores es el de que los insultos dirigidos a los futbolistas negros no tienen que ver con su raza o color de piel sino con su pertenencia al bando adversario. Pero a los rivales blancos, por antipáticos o provocadores que sean, no se les llama «monos» ni se les tiran plátanos.

Deshumanizar a un africano asimilándolo a un simio no parece una conducta propia de admiradores de Nelson Mandela. Un tío que profiere gritos racistas, hace gestos racistas y lleva pancartas racistas tiene toda la pinta de ser, en efecto, un racista. Y cuando esos comportamientos menudean existe un problema ante el que en vez de buscar excusas hay que tomar medidas. De cualquier clase menos la de castigar a la víctima por mucho que haya perdido los nervios ante una flagrante, dolorosa injusticia. Los hechos demuestran que Vinicius tiene razón y carecen de ella los que le han llamado –¡¡encima!!– blandengue, maricón o quejica. Si Cheikh Sarr es sancionado, España va a sufrir un grave daño en su reputación colectiva. Basta de justificaciones, de atenuantes, de coartadas. Ningún espacio de la vida contemporánea, y menos el fútbol por su enorme repercusión mediática, puede quedar al margen de los valores de una comunidad civilizada.