Carlos Sánchez-El Confidencial
- Yolanda Díaz quiere ser como Macron. Pretende aglutinar a amplios sectores de la sociedad. Pero Francia es un país presidencialista y España no. Lo que esconde su candidatura es el fracaso del modelo organizativo de una parte de la izquierda
Fue a finales de 2016 cuando Macron, el presidente francés, anunció que dejaba el Gobierno de François Hollande para emprender una carrera en solitario que lo llevaría al Elíseo apenas nueve meses después. No parece casualidad que la estrella rutilante de aquel gabinete llamara al movimiento que lanzó su candidatura ¡En Marcha! (En Marche!), nombre que coincide con sus iniciales. La personalización de la política, en detrimento de las organizaciones, está en el ADN de las nuevas formas de representación, y de ahí el éxito de su convocatoria a los franceses.
No hay ninguna duda de que Macron inauguró un nuevo ciclo político en Francia. Por primera vez desde los tiempos de De Gaulle, cuya enorme figura aún se proyecta por encima de los partidos (fundó la V República para liquidar una clase política enfangada en la guerra de Argelia), alguien se atrevía a desafiar al ‘establishment’ con una propuesta de renovación que tuvo indudable éxito.
Macron, desde luego, no fue el único, ni siquiera el primero. Ahí están los casos de Trump o Bolsonaro —salvando las distancias— para demostrar que la personalización de la política en torno a un líder es un camino que solo ha comenzado. No solo la personalización, también el presidencialismo, que es otra de las características de los nuevos sistemas políticos a costa de los Parlamentos, orillados por el poder emergente del Ejecutivo frente al Legislativo.
Detrás de esta tendencia imparable es probable que se encuentre la creciente desconfianza en los sistemas de representación y, más en concreto, en los partidos políticos, que son instrumentos ciertamente superados por la eclosión de las redes sociales y de otras formas de participación pública. Está demostrado que articular una propuesta en torno a una figura siempre es más fácil —y, desde luego, en muchas ocasiones más eficaz— que hacerlo a través de un complejo procedimiento de selección de líderes que suele tener un elevado coste político.
¿Debate ideológico?
Hay múltiples evidencias de que uno de los factores que más daño hacen a los partidos en términos electorales son sus luchas internas, y de ahí que la tentación sea la construcción de liderazgos basados en las personas, no en su discurso político. ¿O es que el debate entre Casado y Ayuso es ideológico?
La ‘solución Díaz’ fue a la desesperada. Se enteró de su elección en el mismo momento que la opinión pública tras la súbita dimisión de Iglesias
Pablo Iglesias, que es un gran imitador de la política, incluso el nombre de Podemos es un calco del ‘Yes, we can’ de Obama, apadrinó esta tendencia cuando ungió a Yolanda Díaz como la próxima candidata de Unidas Podemos (UP) a la presidencia del Gobierno. Eso sí, para salvar los muebles, aparentando una cierta bicefalia para evitar que Podemos, desnaturalizado en sus esencias fundacionales, quedara groseramente destruido ante el ascenso fulgurante de la ministra de Trabajo. Hay pocas dudas de, como han dicho veteranos líderes de la izquierda a la izquierda del PSOE, que Podemos es hoy un fantasma devorado por su burocratización acelerada, lo que ha acabado por situarlo al borde del abismo, como lo demuestran las continuas dimisiones de muchos de sus cuadros intermedios, ninguneados al ser una organización jerarquizada que ha redescubierto el centralismo mal llamado democrático.
La ‘solución Díaz’ fue a la desesperada, como lo demuestra el hecho de que la ministra de Trabajo se enterara de su elección en el mismo momento que lo hizo la opinión pública tras la súbita dimisión de Iglesias, lo que da idea de que la decisión del exvicepresidente buscaba desplazar el debate hacia el terreno de ‘lo personal’ para huir del ámbito orgánico y programático. Cualquier debate interno en ambos sentidos hubiera derivado en una hemorragia con trágicas consecuencias. Y la mejor manera de taponar ese debate era señalar a su sucesora. Aquí paz y después gloria.
Esta es, sin duda, la fuerza de Yolanda Díaz, con una muy buena imagen ante la opinión al haber capitalizado la acción de gobierno y haber podido desplegar una curtida experiencia política, pero también, paradójicamente, es su debilidad. Debajo de su candidatura, por el momento, no hay nada, o casi nada. Solo una miríada de siglas y organizaciones que buscan, legítimamente, un lugar al sol de la política.
Descartada la moribunda Podemos como organización, ahora le toca alejarse de la formación morada. Su mayor respaldo es la vieja Izquierda Unida, que con sus achaques aún mantiene más de 20.000 militantes y una amplia capilaridad en todo el territorio nacional a través de cientos de concejales y alcaldes. Desde luego, por encima del PCE, en el que Iglesias se apoyó para aislar al ministro Garzón a través de Enrique Santiago.
Es evidente que este ecosistema, al que hay sumar las confluencias territoriales y Más País, es demasiado pequeño para lanzar una candidatura solvente, y de ahí que la ministra de Trabajo busque ahora una especie de Frente Amplio, similar al que surgió en Uruguay en los años 70, que se parezca más a un movimiento que a un partido, en línea con lo que hizo Macron hace cinco años. Es decir, incorporar un poco de aquí y otro poco de allá para evitar luchas intestinas y simplificar el mensaje político, aunque sea con compañeros de viaje con intereses claramente opuestos. Como sucede en cuestiones territoriales.
Díaz busca una especie de Frente Amplio, similar al que surgió en Uruguay en los 70, que se parezca más a un movimiento que a un partido
En la tradición de una parte de la izquierda española existe una sólida capacidad de movilización en torno a determinados objetivos: la lucha contra Franco, la OTAN o la guerra de Irak, lo que ha derivado en que sea fundamentalmente activista, como lo ha sido el propio Iglesias incluso cuando ha estado en el Gobierno. Y ese es el terreno que quiere recuperar Díaz frente a un PSOE que se desgasta por la gestión, pero que sigue anclado en unas siglas centenarias que Sánchez ha sabido exprimir como nadie. Es decir, se trata de movilizar en función de determinados objetivos que Sánchez nunca aceptará —subida significativa de impuestos, intervención del mercado inmobiliario o recuperación de un sector público fuerte en lo económico— más que de construir una organización. Justamente lo contrario que han hecho los Verdes en Alemania ya desde los tiempos de Petra Kelly y el general Bastian. Una organización política perfectamente estructurada en torno a unos Estatutos y con un nombre claramente identificable.
A merced de las crisis
De esta manera, el movimiento político y el partido, con sus estructuras jerárquicas y en muchas ocasiones altamente burocratizadas, aparecen como fenómenos antagónicos, lo cual supone una revisión en profundidad de los sistemas de representación tradicionales. Y lo que no es menos relevante, deja a esa izquierda a merced de determinados acontecimientos políticos. Saca la cabeza cuando hay que protestar contra algo y la esconde cuando vuelve la normalidad y no hay grandes sacudidas en la opinión pública.
En la tradición de una parte de la izquierda existe una sólida capacidad de movilización, pero es un desastre en materia organizativa
Curiosamente, esta estrategia, digamos coyunturalista, conecta, necesariamente, con los albores de la propia izquierda, que ante la ausencia de partidos que pudieran representar a los trabajadores se articuló inicialmente a través de corrientes de opinión, al contrario que en el ámbito del conservadurismo, donde enseguida proliferaron los partidos. En la obra de Marx, ahora prologada por la ministra de Trabajo, no existe ninguna formulación teórica sobre cómo articular la representación de los trabajadores. De hecho, hubo que esperar al siglo XX para la construcción de grandes partidos de izquierda, aunque algunos nacieran ya en la segunda mitad del XIX. Curiosamente, en muchas ocasiones, enfrentados a movimientos políticos, a quienes a menudo se tachaba de practicar aventurerismo porque en el fondo lo que escondían eran proyectos personales.
Los movimientos políticos, de hecho, nacen en las democracias avanzadas de la existencia de una fuerte desconfianza hacia las instituciones por su inmovilismo y su incapacidad para entender los cambios sociales, lo que explica su proliferación en las últimas décadas: ecologismo, pacifismo, feminismo… Pero también del recelo a la lógica de los partidos, a quienes se les supone, con su tendencia a monopolizar el poder, que son incapaces de regenerarse porque los mecanismos de selección de sus líderes son un fraude, lo que explica movimientos como los indignados o el Occupy Wall Street. Es decir, son una respuesta política espontánea a los agujeros del sistema de representación, que son visibles cuando los mecanismos de control que permiten equilibrar el funcionamiento de las instituciones están averiados. La crisis económica de 2008, que derivó en una crisis política, es el mejor ejemplo de esas deficiencias.
En el ecosistema a la izquierda del PSOE cada pocos años se reinventa, ya sea a través de un partido o un movimiento
No es casualidad que el populismo latinoamericano haya construido su alternativa en torno a movimientos ‘salvadores’ —también en Italia nació el Movimiento 5 Estrellas— que al poco tiempo son tan arcaicos como los que venían a sustituir. En definitiva, tanto los movimientos como las soluciones personales a la hora de hacer política lo que revelan es un déficit del sistema de representación que la izquierda siempre ha criticado por su carácter oportunista al estar vaciado de lo que tradicionalmente se ha considerado conciencia de clase. Si alguien como Macron es capaz de derrotar a los viejos partidos de izquierda y derecha, es que el sistema de partidos tiene fallas.
El culto a la espontaneidad
Evidentemente, no sucede lo mismo en todos los espacios políticos. Es en el ecosistema a la izquierda del PSOE donde cada pocos años se reinventa su estructura organizativa, ya sea a través de un partido o de un movimiento en función de la coyuntura política, lo que en el fondo revela una incapacidad para construir un mecanismo de representación estable. Ni siquiera una casa común con un nombre reconocible que pudiera atravesar varias generaciones. Y, lo que es incluso peor, muestra su incapacidad para hacer una formulación teórica que vaya más allá que un mero sentido de la oportunidad electoral.
Lenin lo llamaba “culto a la espontaneidad». Sin duda, por la persistencia de esos ‘egos’ de los que hablaba el otro día en la Cadena SER Yolanda Díaz, y que han provocado un fenómeno singular desde el punto de vista político, que un partido —Podemos— busque transformarse en un movimiento, que es como nació, cuando lo normal —como sucedió tras el 15-M— es justamente lo contrario para así poder canalizar el descontento social de forma estructural.
Esta resignificación del espacio político tiene la virtud de que puede volver a enganchar a parte de la izquierda desengañada de Podemos y del propio PSOE, pero parece evidente que es la plasmación de un fracaso organizativo. El tiempo dirá si Yolanda Díaz, como decía Rossana Rossanda de Pietro Ingrao, el histórico dirigente del PCI, podrá dar la batalla sin tener que caminar sobre cadáveres políticos. En última instancia, una vieja tradición de la izquierda española.