Ignacio Varela-El Confidencial
- El ‘espacio’ es la expresión cursi que designa todo lo que se mueve a la izquierda del PSOE, excluidos los partidos expresamente nacionalistas
El 15 de marzo de 2021, Pablo Iglesias abandonó la vicepresidencia del Gobierno y el liderazgo nominal de Podemos (el efectivo lo sigue ejerciendo), se inmoló en las autonómicas de Madrid y, en ese acto de penúltimas voluntades, designó digitalmente a Yolanda Díaz para que ocupara su lugar como interlocutora de Sánchez en el Gobierno y futura lideresa “del espacio”.
El espacio es la expresión cursi que designa todo lo que se mueve a la izquierda del PSOE, excluidos los partidos expresamente nacionalistas (ERC, Bildu o el BNG). En realidad, el espacio se corresponde con el emporio político que Iglesias aglutinó entre 2015 y 2016, aquel periodo triunfal en que consiguió hacerse con las grandes alcaldías (Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Cádiz, A Coruña, Santiago) y más de 70 escaños en el Congreso.
A partir de ahí, se inició un destructivo movimiento centrifugador: los socios fundadores de Podemos fueron borrados de la foto uno a uno, comenzaron las escisiones en el partido y varias de las confluencias que había atraído huyeron de su ámbito de influencia. Cuando Iglesias se arrojó del barco en plena navegación, el espacio ya amenazaba naufragio y luchaba más por seguir a flote que por revivir glorias pasadas. El mandato implícito que recibió Yolanda Díaz fue encargarse de recomponer lo que Iglesias había desintegrado.
Se supone que está en ello; pero el caso es que han transcurrido 21 meses desde que la coronaron sin consultarla y ni siquiera ha aceptado formalmente la encomienda. De hecho, nadie sabe con exactitud cuál es su plan cuando estamos a cinco meses del primer gran examen, el de las municipales y autonómicas del 28 de mayo.
Aparentemente, durante el reinado otorgado de Yolanda, el mitológico espacio a la izquierda del PSOE no ha hecho otra cosa que proseguir su decadencia. Podemos es un partido en derribo y un maldito estorbo para la lideresa, Garzón se aferra desesperadamente a las faldas de Díaz para que alguien cuente con él para algo, Colau lleva casi todas las papeletas para perder la alcaldía de Barcelona, la ambiciosa aventura nacional de Errejón se ha quedado en un estimable trayecto por el Manzanares, Compromís pasó por el bochorno de tener que desembarazarse de Oltra por motivos poco decorosos y las Mareas gallegas ha sido barridas del mapa por el resurgir del BNG. Por no hablar del penoso espectáculo de las fuerzas del espacio en Andalucía.
No obstante, en paralelo, la figura de Yolanda y las expectativas depositadas en ella no han cesado de crecer. Por un lado, quienes la conocieron en su vida anterior, en la política gallega, atestiguan la espectacular transformación de la persona: en su aspecto físico, en su atuendo, en su discurso político, su tono de voz y su vocabulario. Una metamorfosis completa que solo se explica como resultado de una operación de marketing personal diseñada y ejecutada al más alto nivel profesional. En una sociedad progresivamente escorada a la derecha, la política mejor valorada en las encuestas es la muy atildada lideresa de la extrema izquierda. De hecho, Yolanda produce en el electorado de la derecha menos anticuerpos de rechazo visceral que Sánchez.
Por otro lado, su posición de prevalencia es cada día más indiscutible. En este momento, no existe en toda la galaxia del espacio a la izquierda del PSOE ninguna otra persona que estuviera en condiciones de ponerse al frente sin enfilar directamente la catástrofe. Más allá de la soberbia y el resentimiento de Iglesias, Podemos puede aspirar como máximo a que Díaz acepte a Irene Montero como número dos de la lista que ella encabece, y eso ya sería mucha concesión de la emperatriz. La alternativa airada de Podemos sería desgajarse de la operación Yolanda para competir en solitario, acompañar a Ciudadanos en el entierro y, de paso, entregar en bandeja el poder a Feijóo.
Sin apenas moverse, Yolanda Díaz se ha hecho imprescindible para la izquierda, y eso incluye al partido de Sánchez. El consenso demoscópico al finalizar el año es machacante: la suma de la derecha (PP, Vox, Ciudadanos) supera por 10 puntos a la suma de la izquierda (PSOE, PP, Más País). Con una participación parecida a la de 2019, 10 puntos de diferencia son algo más de dos millones y medio de votos. Por mucho que cuente con el respaldo del bloque nacionalista, o la izquierda consigue reducir drásticamente esa brecha —que no ha parado de abrirse durante toda la legislatura— o perderá irremisiblemente las elecciones y el poder.
De nada le serviría a Sánchez repetir su resultado de 2019 (el 28%) si lo hace a base de vampirizar a su socio de gobierno, dejándolo exánime, por debajo del 10%. De poco le serviría a Yolanda Díaz revitalizar electoralmente un espacio agrupado en torno a su liderazgo si su resurrección se produce a costa del socio mayor. Para que Sánchez tenga alguna probabilidad de mantenerse en el poder, tienen que darse estas circunstancias:
a) Que el PSOE consiga, como mínimo, el mismo porcentaje nacional de votos que en noviembre de 2019, y que lo haga por sí mismo, sin necesidad de absorber votos procedentes de Unidas Podemos. Ello pasa —no únicamente, pero sí necesariamente— por salir con bien del 28-M; blindar su lábil frontera con el PP para hacerla intransitable (de ahí la polarización exacerbada que practicará durante todo el año), y conseguir un resultado formidable en Andalucía.
b) Que, a la vez, Yolanda Díaz consiga formar una criatura electoral en la que deberían converger todos estos elementos: el bloque PCE (formado por IU y el propio PCE); Podemos con Montero, Belarra y la bendición de Iglesias; el errejonismo, y, por supuesto, todas las confluencias territoriales de 2016: los comunes de Cataluña, Compromís en la Comunidad Valenciana, los restos de las Mareas gallegas y la sopa andaluza de siglas izquierdistas. Todos ellos, reconciliados para la ocasión tras cuatro años de puñaladas traperas.
No dudo de que, si Yolanda consiguiera el milagro de juntar todos esos peces en la misma cesta sin dejarse personalmente muchos pelos en la gatera, el producto resultante podría revivir y aproximarse al 14%; pero tendría que hacerlo a pulmón, sin extraer votos de la bolsa de Sánchez, que bastante trabajo tiene con sostener a su partido tras la endodoncia masiva que el césar le practicó.
Al entrar en la recta final, un millón y medio de individuos que en 2019 votaron PSOE o UP no muestran intención de votar a ningún partido ni simpatía o proximidad a alguno de ellos, lo que los hace firmes candidatos a la abstención. El tercer milagro necesario sería movilizarlos masivamente hacia la izquierda sin provocar una movilización refleja en la derecha.
No sé si es buena idea que Yolanda Díaz se llame andana en las elecciones de mayo para que, escarmentados tras la golpiza, los descarriados del espacio busquen refugio en ella; puede que para entonces sea demasiado tarde.
O puede ser que, en realidad, ya se estén disputando en la izquierda española dos competiciones simultáneas: la de intentar retener el Gobierno y la de encabezar una oposición de tierra quemada a un eventual Gobierno del PP y Vox. Frente a lo que muchos piensan, Pedro Sánchez participa en ambas.