José Ignacio Calleja-El Correo
Murieron demasiados para que el dolor se hiciera postura ética y política
Nada cambia en la vida de la gente por las palabras bellas y limpias, pero sin ellas la nada es más definitiva si cabe, la nada es entonces un agujero negro en la prehistoria de cada generación. Eso sucedió hace veinte años en el asesinato de Fernando Buesa y su escolta, Jorge Díez. Y sucedió antes, mucho antes, en una larga lista de víctimas del terrorismo que sus familiares nos han de ayudar a recordar con igual claridad.
No sé cuándo fue la primera vez que cada uno de nosotros le puso nombre propio al terrorismo de ETA. Seguramente desde hacía tiempo, mucho tiempo, desde los primeros días, el corazón de muchos vascos iba por delante en su decir ‘no, no hay derecho’, porque el sufrimiento siempre precede a las ideas. Cada ciudadano deberíamos hacer este ejercicio de memoria moral y responder con la mano en el corazón desde cuándo me fue insoportablemente injusto aquel recuento de víctimas y aquella expulsión de discrepantes de las calles comunes. Porque hay un tiempo de la palabra hecha comunicado y otro de la conmoción interior. Y este doble movimiento se dio sin duda en miles de ciudadanos vascos entre los años 80 y 90, hasta que tarde, demasiado tarde, estalló en las palabras bellas y limpias por donde la conciencia digna respira.
Somos egoístas morales hasta en la solidaridad, es nuestro límite, pero la vida se vale de ello para hacernos mejores y decir, ‘hasta aquí, no sé bien por qué hoy, pero ni un día más: esto es terrorismo puro y duro y quienes lo practican son terroristas’. Y a partir de ese momento ya es imparable este juicio contra quien se instala en la barbarie moral y política como modo de vida.
Y así fue. Con más valor unos, con más cautela otros, con eco público éstos, discretamente aquéllos, pero en el mismo lado muchos, muchísimos. Ya estaba en marcha una gran movimiento cívico y político alzándose a tientas por hacer entender, con los medios de la moral y la ley, que cualquier pueblo tiene que reconocer la ética de los derechos humanos, primero, y la pluralidad social, política e identitaria que en libertad le corresponde a su gente, a la vez. Y que le corresponde hoy, mañana y siempre. De ahí el juego democrático y lo que la política en serio debe brindar como servicio a esa diversidad que nos define. Hubo excesos en el uso de la ley y bien hicieron los que los denunciaron y bien que nos dolió comprobarlos. Pero la verdad es siempre verdadera, incluso contra los propios. Así es el bien moral de la vida social.
Y después de aquellos días -otros los escrutarán con nombres y apellidos, con días y horas de muerte y llanto-, ya muchos empujamos de mil modos a favor de las víctimas contra el terror de los terroristas y contra el magma identitario supremacista que los sostenía. Y el miedo ya no fue el mismo, y las movilizaciones tuvieron otra concurrencia, y los argumentos éticos y políticos de las partes se mostraron incomparables. Ya no era que cualquier violencia es mala venga de donde venga, sino que había una violencia que se expresaba como terror en política y nacía de una concepción totalitaria de la sociedad; había que ponerla, por tanto, en su lugar para sobrevivir los demás.
Murieron demasiados para que el dolor que estaba al fondo del corazón de tantos y tantos se hiciera postura ética y política, grito sobre dónde hay una persona de bien o no. ETA era terrorismo puro y duro, en medio de un conflicto social con diferencias políticas, pero terror puro y duro por su cuenta y riesgo. Y a su alrededor, con mejor o peor conocimiento y propósito, muchos ciudadanos que nunca entendieron ni aceptaron, hasta hoy, que aquello era tan perverso como digo. Tamizado de diferencias políticas sobre la identidad nacional y social, pero terrorismo sin contemplaciones ni tapujos.
Nada cambia en la vida de la gente por las palabras bellas y limpias, pero sin ellas la nada es más definitiva si cabe. Por eso fue y sigue siendo tan decisivo el lenguaje que pone nombre a la verdad de lo que pasó en cada caso y en su conjunto, a la memoria de las víctimas concretas de esa maldad radical, a la justicia que les devuelve su dignidad. Y sigue siendo decisiva la mirada de los vascos sobre nosotros mismos para vernos tal como fuimos y somos; en absoluto quién hizo más, mejor y antes, sino, ante todo, quién hace todavía lo mismo por falta de piedad contra el horror, quién desprecia a los otros por distintos, quién se apropia del presente callando sobre el pasado. Esta es la cuestión que las víctimas me permitirán que apunte en este cierre de palabras.
No son las más urgentes para ellas, tal vez, sino las que más oportunidades crean para esta convivencia que defino, por el reconocimiento del otro a la reconciliación posible. Pero primero, el reconocimiento del otro. Nada cambia en la vida de la gente por las palabras bellas y limpias, pero sin ellas la nada es más definitiva si cabe.