Armas como pleitos

EL MUNDO – 19/03/15 – FRANCISCO SOSA WAGNER y MERCEDES FUERTES

· Por decenas se cuentan los cargos públicos y aún los funcionarios que, como sombras cavilosas, vagan en estos momentos por los pasillos de juzgados y audiencias acusados de haber incurrido en el delito de prevaricación. Normalmente son los partidos políticos adversarios o asociaciones de ciudadanos briosos o sindicatos de selectiva diligencia los que activan el ejercicio de estas acciones penales.

¿En qué consiste el delito de prevaricación? Obligado es recurrir al código penal y a su artículo 404. En él podemos leer que «a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público por tiempo de siete a diez años». La citada «inhabilitación especial» supone la pérdida de honores, empleos y cargos que tenga el penado (artículo 41 del código penal) lo que, unido al régimen disciplinario de los funcionarios públicos, puede tener para los afectados consecuencias pavorosas.

La prevaricación es una figura penal muy cercana al mundo jurídico-administrativo porque «la resolución» a la que alude el precepto es cabalmente el acto administrativo. De ahí que las fronteras entre ilegalidades y vicios con sanción administrativa e ilegalidades que convoquen a la sanción penal sean difusas. La jurisprudencia de los tribunales se ha encargado de poner mojones en tales fronteras y por eso desde la sala penal del Tribunal Supremo se nos ha aclarado que «no se trata de sustituir a la jurisdicción administrativa» sino de castigar supuestos límites caracterizados porque la actuación administrativa ha de ser no sólo ilegal «sino además injusta y arbitraria». Es decir para poder entrar en el círculo del delito que comentamos ha de darse, en la actuación de la autoridad o del funcionario, una arbitrariedad caracterizada por su contradicción grave, grosera o patente con el derecho o por faltar en la decisión adoptada todo atisbo de fundamentación jurídica razonable.

Se exige además que tal resolución arbitraria se dicte con dolo directo o, dicho en términos más coloquiales, que el funcionario actúe con plena conciencia de que resuelve al margen del ordenamiento jurídico. No en balde un viejo penalista definía el dolo como «la mala leche».

Todas estas precisiones están muy bien construidas y, si nos atenemos a ellas, debería ser muy difícil que prosperara una acción penal por prevaricación. Sin embargo estamos viendo constantemente el uso de tal temible arma para combatir no ya actuaciones sino incluso omisiones y hasta simples informes que llevan la firma del arquitecto municipal, de un ingeniero o de un letrado, pues también se incluyen a veces estos actos de trámite en la expresión «resolución» del artículo 404.

El problema es que, en estos momentos, se extiende entre los funcionarios cualificados y las autoridades –especialmente de las administraciones locales pero también de las demás– el miedo. Miedo a firmar un papel. Porque saben que, si se activa una querella por prevaricación, aparecerá, con toda su carga de estigma, el titular alarmista, lo que no ocurre cuando del ejercicio de un recurso administrativo se trata. Dicho de otra forma: una acción penal convenientemente ventilada en un medio de comunicación tiene morbo mientras que la acción administrativa de anulabilidad es una sosería. La querella penal «señala», los vecinos empiezan a murmurar acerca del querellado, a susurrar a sus espaldas y a preguntarse en qué chanchullos andará metido ese aparente buen padre de familia con quien se comparte el ascensor o la parada del autobús del colegio de los niños. ¿No estamos ante algo parecido a esa calumnia que «é un venticello» según se canta en en el Barbero … rossiniano? Con la diferencia de que, en tales casos, no hay «vientecillo» sino un auténtico huracán que compromete, a menudo de forma irreversible, la honorabilidad de las personas.

La pregunta es: ¿cómo evitar estos elementos malignos de nuestro sistema judicial en el que conviven los órdenes penal y contencioso-administrativo?

La propia Ley de Enjuiciamiento Criminal ofrece la respuesta al regular las llamadas «cuestiones prejudiciales», esto es, aquellas que son propias de otros ámbitos como el civil o contencioso-administrativo y que tienen conexión con las actuaciones que se investigan por el juez penal. La Ley parte de una regla general, a saber, la posible extensión de la competencia de los Tribunales penales para resolver esas cuestiones civiles o administrativas prejudiciales (art. 3). Sin embargo, a continuación, en el siguiente precepto precisa que «si la cuestión prejudicial fuese determinante de la culpabilidad o de la inocencia, el Tribunal de lo criminal suspenderá el procedimiento hasta la resolución de aquélla por quien corresponda», precisión de suma relevancia en lo que ahora nos interesa.

Porque muchos tipos delictivos parecen leyes penales en blanco que han de completarse con las previsiones fijadas en las leyes administrativas. Caso palmario, el delito de prevaricación. Y no es simple en muchas ocasiones advertir si los informes y propuestas que realizan los funcionarios públicos o las resoluciones que firman los responsables municipales, autonómicos o del Estado son manifiestamente ilegales. El ordenamiento público es cada vez más complejo.

De ahí que ya el Tribunal Constitucional subrayara hace años el deber de los tribunales penales de plantear cuestiones prejudiciales para que no se vulnerara el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva. Entre las primeras sentencias, sirva recordar la número 30/1996, de 26 de febrero, cuyo ponente fue el magistrado Vicente Gimeno Sendra. Y asimismo la doctrina ha insistido en el deber de suscitar tales cuestiones prejudiciales como hizo pioneramente el profesor García de Enterría (en un trabajo de 1998 y también en su curso firmado con Tomás Ramón Fernández Rodríguez).

En consecuencia, a nuestro juicio, los jueces penales deben suscitar estas cuestiones prejudiciales para garantizar que sean los jueces especialistas en el orden contencioso-administrativo quienes analicen la legalidad o ilegalidad de la actuación pública de funcionarios y autoridades. Pues son estos jueces –del orden contencioso– los versados en esta tarea. Ello contribuiría, además, a establecer un razonable filtro a denuncias abusivas que tantas amarguras personales causan. Los jueces penales conocerían, en último término, de los asuntos realmente relevantes, cuando existieran ya verificados indicios de criminalidad.

Con esta reflexión queremos contribuir a contener la catarata de querellas que inundan de sospechas las actuaciones públicas y que están dificultando el trabajo riguroso y honrado de funcionarios y autoridades. Preciso es luchar contra los abusos de poder, contra la injusticia y contra la corrupción, pero sin extender una especie de juicio universal hacia toda la función pública y la representación política. Porque las consecuencias negativas son patentes, entre otras, nada menos que el entorpecimiento dañoso de la gestión administrativa y la transformación de la seriedad de la justicia penal en banal espectáculo televisivo.

Francisco Sosa Wagner y Mercedes Fuertes son catedráticos de Derecho administrativo.

EL MUNDO – 19/03/15 – FRANCISCO SOSA WAGNER y MERCEDES FUERTES