El superior valor moral de las víctimas

Enfrentar a la democracia realmente existente con demandas de valores absolutos (justicia, libertad, igualdad, solidaridad) conduce sólo a su rápida deslegitimación, pues la democracia real carece de respuesta ante aquéllas. Hay que encontrar «principios intermedios» y terminar con demandas que de puro idealistas arruinan el sistema.

Está resultando difícil determinar el exacto papel que corresponde a las víctimas de los fenómenos terroristas, o de violencia característica, tanto en lo que se refiere al proceso judicial penal propiamente dicho como en lo que afecta al proceso político. Parece que, en una rápida y poco reflexionada evolución, que debe mucho sin duda al emotivismo dominante en los medios, han pasado de ser convidados de piedra de ambos procesos a constituirse en una especie de árbitros éticos del mismo. Personas que, por el mero hecho de su injusto sufrimiento, son presentadas públicamente como dotadas de una enorme dosis de supralegitimidad. En cierto sentido, estaríamos así cayendo en lo que Bertrand Russell denunciaba como una falacia típica del siglo XX: la de creer en el superior valor moral de los oprimidos, en este caso, de los atacados injustamente.

Las palabras de Pilar Manjón en la Comisión del 11-M han sido en todo momento desgarradoras, sinceras, emotivas, pero sólo en algunas ocasiones están cargadas de razón. Su crítica a «los políticos» es en parte justa, al igual que lo es su denuncia de una comisión que sólo puede considerarse, en su concepción, como uno de los más flagrantes errores de nuestros partidos mayoritarios, y en su desarrollo, como un espectáculo bochornoso. Pero esa crítica es excesiva y descaminada en otros aspectos: en concreto, las víctimas no pueden pretender arrogarse el «protagonismo principal» en el proceso de análisis y digestión política del atentado, ni están dotadas de una «legitimidad superior» a la de los parlamentarios que les escuchaban en el Congreso. Aunque, desde luego, es cierto que la ínfima condición de muchos de esos concretos parlamentarios quedó ampliamente demostrada cuando, en lugar de defender su fuero, corrieron a subirse al carro de las víctimas y a ponerse al frente de su manifestación. Nada más bochornoso que escuchar al representante del PNV decir que asumía y hacía suyo todo el discurso de Pilar Manjón, cuando ese discurso, si algo le decía a él como parlamentario, es que colgara la chapa y se fuera a su casa.

Insisto, el papel de las víctimas en el proceso público es difícil de situar y no me atrevo yo a sentar doctrina en tan espinosa cuestión. Pero sí quiero centrarme en dos aspectos nucleares del discurso de las víctimas del 11-M que requieren ser reflexionados y matizados. El primero, el de las demandas que formulan al sistema político. El segundo, el de sus propuestas institucionales para modificar el tratamiento que actualmente recibe la violencia terrorista en sede parlamentaria.

Pilar Manjón exigía al sistema político español nada menos que «verdad, transparencia y justicia». Se trata de valores absolutos, principios ideales más allá de toda concreción. Y en este punto hay que ser claro: sólo Dios, si existe, puede concederlos, e incluso ello sólo en otra vida. Ningún sistema político, ni el más democrático posible, puede responder a esa demanda. Los valores absolutos son contradictorios, conflictivos e imposibles de maximizar sin gravísimos perjuicios recíprocos. Hace unos meses, el filósofo Reyes Mate, con una desmesura similar, aunque no disculpable por su condición de víctima, pedía también justicia absoluta para Pinochet, reclamando que fuera juzgado en todo caso, estuviera en sus cabales o demente. Esto es un ejemplo de la aberración a que puede conducir el reclamar valores absolutos, el pretender la materialización de la utopía entre nosotros. Pero es que hay más: enfrentar a la democracia realmente existente con demandas de valores absolutos (justicia, libertad, igualdad, solidaridad) conduce sólo a su rápida deslegitimación ante la opinión, pues la democracia real carece de respuesta ante esas demandas. Lo decía B. Constant hace doscientos años cuando reclamaba la estabilización del gobierno nacido de la revolución, hay que encontrar «principios intermedios» que sean susceptibles de ser reclamados y perseguidos con éxito, y terminar con demandas que de puro idealistas arruinan el sistema.

Pilar Manjón criticaba el juicio, el pacto procesal y la sentencia del único acusado del 11-M ya condenado. Lo hacía en términos durísimos, que cuestionaban los derechos del acusado y todo un sistema de garantías procesales. Y es que cuando se reclama justicia absoluta y abstracta, todos los sistemas procesales concretos quedan invalidados.

Segundo aspecto: la propuesta de sacar temas como el del 11-M del ámbito de «la política», que Pilar Manjón equiparaba directamente a «partidismo». Una comisión de independientes expertos, sin presencia de los parlamentarios, que obviamente son partidistas y políticos, es lo que pedían las víctimas. Lo harían mejor, decían. ¡Claro! Pero, ¿en qué tema de gobierno no lo harían mejor los expertos independientes?. ¿No sería también mejor recurrir a ellos para el problema de los astilleros, y el del gobierno de los jueces, y las asignaciones presupuestarias, y así sucesivamente? Lo siento, pero ésa es la eterna tentación del tutelaje, que cree que lo político puede gestionarse mejor por los expertos neutrales que por unos políticos humanos, demasiado humanos. Es la crítica a la democracia desde Platón. Y resulta inaceptable porque, precisamente, termina por destruir el ámbito de lo político, que es algo imperfecto que hacemos entre todos, y no un objetivo aséptico que puedan conseguir los dotados de conocimiento técnico y virtud moral.

Por mucho que nos repugne, la política de las democracias contemporáneas ha sido definida desde la teoría sistémica como un subsistema particular que sólo reconoce sus temas mediante un código binario, el código «Gobierno-oposición» (N. Luhmann). Es gracias a ese código como puede gestionar y procesar los problemas concretos que ingresan en el sistema, pues es su única orientación cognitiva. La descripción es tristemente reduccionista, pero en gran parte veraz. Las víctimas del 11-M lo han comprobado muy a su pesar. Los demás ciudadanos lo constatamos día a día. ¿O es que alguien piensa que el trato dado a otras cuestiones es menos partidista, superficial y apresurado que el de los atentados? Pero la solución no está, no puede estar, en substituir la democracia por el gobierno de los expertos, sino en exigir mayor responsabilidad a quienes gestionan el espacio público: los políticos y los medios.

José María Ruiz Soroa, abogado. EL PAÍS, 26/12/2004