La consulta y las comisiones a la catalana

LIBERTAD DIGITAL 04/09/14
PABLO PLANAS

Cualquier ciudadano mínimamente informado es consciente de que el 9 de noviembre no se celebrará una consulta en Cataluña. Puede ocurrir cualquier cosa, incluso que los ciudadanos sean convocados a votar y que los colegios electorales abran sus puertas. De hecho, la Generalidad afirma tenerlo todo dispuesto para el referéndum. Todavía no se ha aprobado la ley autonómica que en teoría debería permitir una consulta no vinculante, pero ya se dispone de urnas de cartón y de papeletas con la pregunta elaborada por Artur Mas. Los dirigentes del frente separatista hablan como si el 9-N fuera una fecha fija, un domingo electoral, una cita ineludible con las urnas, pero nada, absolutamente nada, avala sus pretensiones, que consisten en despreciar e incumplir las normas más elementales del sistema democrático.

La política catalana es un universo alternativo, un mundo paralelo, una realidad virtual, una proyección cuyo parecido con el parlamentarismo, la democracia y el acatamiento de las leyes es pura coincidencia. Ahora mismo no hay un mejor ejemplo para ilustrar lo que es imposible que la consulta catalana, por más que se empeñen los prebostes autonómicos en garantizar la celebración del manido referéndum. Pase lo que pase el próximo 9 de noviembre en Cataluña, no tendrá ningún valor, ni se parecerá en nada a un acto democrático.

En el universo alternativo de los políticos regionales todo es posible porque no existen ni leyes ni sentido común, el famoso seny. Para un diputado catalán de la cuerda nacionalista la realidad no vale nada. Tanto le da el marco constitucional, la soberanía nacional, la democracia y el respeto por quienes no piensen como él. Y, por extensión, una parte de la ciudadanía está convencida de que España no existe, de que la Constitución es papel mojado y de que un referéndum como el planteado para el 9 de noviembre es un hecho natural, un derecho incuestionable y un ejemplo de civismo.

El calendario político tiene dos fechas marcadas en rojo: el 11 de septiembre y el redicho 9-N. Entre medias, deberá comparecer Jordi Pujol Ferrusola ante el juez de la Audiencia Nacional Pablo Ruz y su padre tendría que pasar por el Parlamento regional para explicar eso de la confesión, de la desmemoria, de los 34 años sin declarar una fortuna en el extranjero que ni sus partidarios se creen que proceda de una herencia. El caso Pujol, al margen de la incidencia y efectos sobre el denominado proceso, ha vuelto a poner de manifiesto la gran mentira del catalanismo, una coartada para blanquear toda clase de trapacerías, chanchullos y trinques, un espantajo ideológico patético cuya única consistencia ha sido la de servir de muleta para gobiernos nacionales en minoría o en dificultades. Y sobre esa infeliz circunstancia se construyó un sistema en el que la corrupción no era excepcional sino consustancial, como corresponde a una ideología huera.

El drama es que, después de treinta años de dictadura educativa y mediática, barbaridades como la que se proponen Mas y Junqueras son de lo más normal, como si un golpe de Estado fuera como una moción de censura, una propuesta legislativa o una comisión parlamentaria. Está todo dicho, pero no deja de resultar inaudito que en vez de dar explicaciones sobre el 3%, el 5% o el porcentaje que se llevaran vayan a contratar observadores internacionales para celebrar una consulta ilegal, lo que no deja de ser una cortina de humo para que Pujol se difumine en el paisaje y se vaya de rositas, como siempre.