Los Martínez

EL MUNDO 21/03/15 – ARCADI ESPADA

· Querido J: Hace unas semanas The Economist publicó un interesante y sucinto artículo sobre la nueva aristocracia americana. «Los ricos de hoy», explicaba el párrafo medular, «legan cada vez más a sus hijos un bien mucho más útil que la riqueza e invulnerable a la herencia fiscal. Es el cerebro. El capital intelectual impulsa la economía del conocimiento, así que quienes lo poseen en abundancia se llevan un pedazo grueso del pastel. Y cada vez es más hereditario. Mucho más que en anteriores generaciones, los hombres inteligentes y de éxito se casan con mujeres inteligentes y de éxito. Ese cruzamiento selectivo eleva la desigualdad en un 25%». El artículo no explicaba la razón de que haya aumentado este cruzamiento selectivo. Una hipótesis posible aparecía días después en The Atlantic, en un artículo de Tanya Basu a partir de un estudio de Helen Fisher para Match.com: los hombres y mujeres inteligentes se juntan porque las bases del matrimonio han cambiado: «Los hombres no desean damiselas en apuros, y las mujeres no quieren ser el sostén de la familia. El matrimonio moderno es una sociedad, y tanto hombres como mujeres esperan de sus socios que como mínimo les igualen intelectual y personalmente».

Fisher llama a esta mutación el efecto Clooney, por el emparejamiento del actor con la abogada Amal Alamuddin, que no parece una damisela sin prestigio. Aunque tampoco le falten, ni le sobren, curvas, como subrayaba con agudeza nuestra Joana Bonet en un artículo reciente en La Vanguardia. Como no faltan en las sienes de Clooney, seductoras madrugás, añado yo. Esta igualación intelectual recuerda la que produjo la revolución sexual de los sesenta y sus consecuencias parecen lógicas: unas curvas que conozcan al tiempo sus orgasmos y la teoría de la evolución garantizan una conversación interesante, y la conversación, y sobre todo el adorable chismorreo, es la vida. Pero no quiero despeñarme por ahí, querido amigo, a pesar de que me he tragado ya media carta. Vuelvo al Economist, que se apresuraba a añadir este párrafo contra los comunistas: «La solución no es desalentar a los ricos para que inviertan en sus hijos, sino hacer mucho más para ayudar a los hijos inteligentes que no pudieron elegir unos padres pijos». La clave del «mucho más», para el Economist, es que la noción del mérito vuelva a regir entre las clases medias. Y entre otras cosas permita la disolución y el pase a la clandestinidad de los sindicatos de profesores «que se oponen a cualquier posibilidad de que se premie la calidad docente o se despida a los malos profesores». Bien.

La cuestión es que fui a cenar la otra noche a Capritx. Lo tenía pendiente desde hace años. ¿Pero quién va a Tarrasa? Tarrasa es la ciudad más aburrida de España. Ya sabes que yo nunca hablo a humo de pajas y esto no es una opinión sino un divertido estudio científico que publicó La Razón, fake. No solo quién va a Tarrasa. Quién va al barrio de Pueblo Nuevo de Tarrasa. Un agujero de polvo en medio de nada, holcomb. Capritx es, probablemente y salvo alguna remota japonaiserie, el restaurante con estrella Michelín más pequeño del mundo. Cené de un modo emocionante e inteligente. Cuando llegué a la menestra con limón, pimienta verde e hinojo pensé en levantarme como hacía en las gloriosas y perdidas noches del Bulli. Pero adónde iba a ir. En el Bulli podía salir a los acantilados aullando como la extremada de Na Ruixa Mantells. Pero en la calle del Pare Millan, en torno del número 140, casas bajas, oscuras, cuerpos demolidos frente al televisor… Así que seguí en la mesa hasta llegar a la chirivía dulce y alucinógena.

Al lado de Capritx hay una tienda donde asan pollos. Siempre que paso por una tienda donde asan pollos me acuerdo de aquella desdichada pareja que vivía encima de una. Cada madrugada del fin de semana los despertaba el clac clac de las monstruosas tijeras degollando. Se separaron. La tienda se llama, todavía, El Buen Gusto, y la abrió hace más de medio siglo, viniendo de Almería, el abuelo del cocinero de Capritx, fundador de la dinastía. Cuando acabo de cenar, Arturo Martínez, el cocinero, me lleva a la cocina. ¡Los platos que yo prepararía si tuviera una cocina como ésa, sin lavaplatos, sin thermomix, de apenas ocho metros cuadrados, sin amanerados tragaluces! Anotad: una michelín sin lavaplatos. Pero está el ojo de Arturo. El ojo de Arturo tiene la fiebre enrojecida que veía Pla en aquellos milaneses que entraban al café, masticaban su espresso y salían zumbando a la calle porque aún no tenían ganado el plato de pasta. Bien.

Al cabo de unos días voy a Matís, el restaurante que lleva el hermano, Juanjo Martínez, en los bajos del colegio de arquitectos, en la plaza de la catedral de Barcelona. Pronto saldrá en el Times. No hay lugar más simpático y cool en toda la ciudad. Hacen una escalibada que da fe ella sola del progreso humano, y lo más sorprendente, del progreso catalán. El ojo de Juanjo. La misma fiebre. Solo que en este caso ligeramente atenuada por la ironía y algo tiznada por el alcohol. Después de la cena me lleva por sus dominios. La ruina de los arquitectos ha puesto en sus manos tres plantas del estupendo edificio de Xavier Busquets, allí donde, aún inacabado, una noche de luna sobre la terraza, el cronista Sempronio advirtió que Barcelona era tan vieja y bella como Roma.

El mayor de los Martínez tiene proyectos excitantes. Subimos hasta la tercera planta. Da la luz e ilumina los esgrafiados de Picasso. Oriol Bohigas en el primer y gran volumen de sus memorias contaba una divertida historia sobre ellos. Cuando el arquitecto Busquets fue a ver a Picasso para recoger sus dibujos le propuso que el salón donde colgarían sus esgrafiados podría completarse con la pintura de un gran artista. Y dijo Miró, el imprudente: «No, hombre no. El miró ya te lo haré yo». Y lo hizo. Y ahí está Juanjo recorriendo la estrella mironiana con la punta de su dedo de niño alegre. En este noble espacio, flanqueado por dos picassos civiles que resumen toda la melancolía barcelonesa del pintor, Juanjo quisiera poner media docena de mesas y traer por las noches la alta cocina de su hermano. La idea es sensacional. Una menestra entre picassos. Le miro atentamente el ojo a Martínez, hinchado de euforia y de futuro. Oh, las dinastías.

Sigue con salud.