Los profesores exiliados

PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, Prof. de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU, EL CORREO 08/05/2013

· Lo más prudente sería dejarles en paz, nunca mejor dicho, y que sus idas y venidas no tengan que depender del arbitrio de nadie, porque forman parte intocable de su libertad.

Los que amamos nuestra universidad, los que nos sentimos vinculados vocacionalmente a ella, los que queremos de verdad que cada día vaya a más cumpliendo mejor su cometido, los que deseamos de todo corazón que nuestra universidad sea una suerte de balneario donde resulte cotidiano trabajar con tranquilidad, leer, pensar, escribir y compartir todo eso con nuestros alumnos estamos de enhorabuena. Que nuestro rector se reúna con profesores señalados hace más de una década como objetivos por el terrorismo, para decirles que queremos que vuelvan cuanto antes porque no hay nada ya que se lo impida, es una extraordinaria noticia, se mire por donde se mire.

Exiliados del País Vasco ha habido muchos desde que empezó la tragedia del terrorismo y se podrán discutir sus cifras, pero esa realidad está ya reconocida por todos. Y lo peor es que seguramente ha afectado a los sectores más dinámicos y capaces de nuestra sociedad. Cuando los terroristas y sus adláteres decidieron ‘socializar el sufrimiento’ todos comprendimos la que se nos venía encima. Fue el 28 de febrero de 2002 cuando cuarenta y dos profesores firmaron un manifiesto sobrecogedor titulado ‘La verdadera situación de la universidad vasca’, donde estaban muchos de los que luego se tuvieron que exiliar.

La izquierda abertzale quiso ensayar en la universidad el mismo sistema de opresión social que llevó a que hoy, en ciertos municipios del interior de Gipuzkoa, toda su corporación sea de esa misma ideología: proponen independencia a cambio de uniformidad. Pero la verdadera independencia de una sociedad consiste en recurrir a sus propias instituciones para resolver sus problemas y atentar contra la universidad es hacer justamente todo lo contrario. Si ni siquiera en la universidad sus integrantes se sienten libres y seguros para pensar, ¿qué novedad creativa o qué innovación técnica podemos esperar que surja de ella?, ¿de dónde van a salir entonces las soluciones que necesitamos?

De todos los profesores que se fueron y tuvieron que rehacer sus vidas sin remedio, una pequeña parte sigue perteneciendo a la UPV/EHU, aunque ejerza lejos por razones de seguridad. Pareciera como si, teniendo en cuenta que el número en este caso es reducido, se redujera el problema en la misma proporción. Y de paso nos olvidamos de tantos y tantos profesores exiliados que ya nunca volverán, algunos de ellos en la mente de todos, y que podrían haber seguido enriqueciendo nuestra universidad con su producción y con su excelencia.

Por eso hay quien piensa que estamos ante un problema menor porque son pocos los profesores afectados: parece que no pasarían de seis. Pero como si fuera uno solo, o como si fueran dos los que estuvieran en esa situación, ninguna universidad puede permitirse semejante estigma. También hace poco fueron dos los profesores de la UPV/EHU que tuvieron que pasar por el trago indeseable de un juicio, que luego concluyó sin ninguna consecuencia para ellos, y que recibieron el apoyo de una gran parte de la comunidad universitaria: de una plantilla de profesores que supera los cuatro mil consiguieron más de mil adhesiones, una cantidad equiparable a la que el propio rector necesitó cuando hace poco revalidó su cargo. ¿Por qué estos seis profesores que podrían volver ahora de su exilio forzoso no deberían esperar una solidaridad parecida a la que recibieron sus otros dos compañeros?

Sin pretender apurar las comparaciones entre casos distintos, aunque en el fondo con su hilo de relación directa, puesto que surgen de un mismo contexto convulso en la historia vasca reciente, lo cierto es que, así como los dos profesores enjuiciados evitaron felizmente males mayores, en el caso de estos seis profesores exiliados el daño ya está hecho y la pena ya está sufrida.

En el manifiesto citado, los profesores pedían poder «vivir y trabajar sin perder la dignidad, la libertad o la vida». Gente noble e insobornable y sobre todo muy competente que se tuvo que marchar sin que nadie, fuera de su círculo más estrecho, moviera un dedo para evitarlo. Y ahora, que pueden volver, los demás solo podemos pedirles que vuelvan, sí, pero sabiendo que las hojas arrancadas del calendario, después de tantos años de ausencia, ya no se pueden recolocar en su sitio, por mucho que lo deseemos.

Los profesores exiliados son el resultado viviente y sentiente de una historia aciaga, de un atropello colosal para intentar imponer a la fuerza una ideología en la universidad, reducto sagrado de independencia y pluralismo. Por eso al reunirse con ellos nuestro rector debiera emplear el verbo ‘volver’ con mucho cuidado y discreción. Porque marcharse o volver, esto es, las libertades de residencia y de circulación forman parte consustancial de los derechos de todo ciudadano. Y a los profesores exiliados fue un grupo de terroristas el que les obligó a marcharse de su universidad y a rehacer su vida.

Si ya no hay terrorismo, algo que por desgracia todavía no se acaba de dilucidar definitivamente, porque seguimos oyendo y viendo declaraciones y actuaciones inquietantes por parte de los de siempre, lo más prudente quizás sería dejarles en paz, nunca mejor dicho, a los profesores exiliados y que sus idas y venidas no tengan que depender del arbitrio de nadie, porque forman parte intocable de su libertad. Sería el mejor homenaje que podríamos hacerles: dejarles siempre a ellos la última palabra sobre su deseada vuelta. También es lo mínimo que les debemos, porque su ausencia, durante todos estos años, ha sido y es nuestra vergüenza.

PEDRO JOSÉ CHACÓN DELGADO, Prof. de Historia del Pensamiento Político en la UPV/EHU, EL CORREO 08/05/2013