Kepa Aulestia-El Correo

El PSOE no está en condiciones de provocar a quienes tienen menos que perder amagando con la convocatoria de nuevas elecciones

El lunes 10, el secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, informó a su ejecutiva que de no superar el trámite de investidura se vería obligado a convocar elecciones. Tras la reunión, su secretario de organización, José Luis Ábalos, leyó en público una comunicación sorprendente por su tono dramático, que fue titulado en muchas informaciones como «amenaza». Fue la víspera de la ronda de conversaciones con los grupos parlamentarios, de modo que los ‘amenazados’ debían ser estos. Antes de comenzar los contactos el PSOE les advertía que ya estaban tardando en facilitarle la presidencia a Sánchez. Una mala manera de preludiar la legislatura. Los llamamientos a PP y Ciudadanos para que se abstengan en la investidura podían formar parte del decorado; toda vez que servían también para mantener vivo el juego en el campo municipal y autonómico. Pero la reprimenda de Ábalos a quienes pretendieran empantanar el terreno con su negativa a facilitar el trámite a Pedro Sánchez no tuvo en cuenta la delicada situación que atraviesa la política en España. La sola mención al supuesto de unas nuevas elecciones las hace verosímiles, y en esa medida posibles.

La victoria socialista del 28-A y del 26-M descansa sobre la profunda decepción que viven todos los demás grupos del arco parlamentario; con la salvedad de los jeltzales, la izquierda abertzale y el regionalismo cántabro. Por una u otra razón, todos salieron maltrechos de la doble contienda electoral. El PP aturdido, Ciudadanos desconcertado, Unidas Podemos empequeñecido, Vox limitado, el independentismo catalán orillado a la espera de sentencia. Hasta Compromís sufre lo suyo. Pero precisamente ese debilitamiento compartido por tantos es el peor de los escenarios para dar comienzo a las negociaciones de gobierno bajo amenaza de una nueva convocatoria electoral. Porque refleja también la decepción socialista ante el panorama que han ofrecido las urnas. Refleja que a la victoriosa noche del 28 de abril le ha seguido la constatación de que todo está más enrevesado de lo que merecía el éxito de Pedro Sánchez. Tanto que los socialistas no están en condiciones de provocar a quienes tienen menos que perder que ellos amagando con un hipotético adelanto electoral.

Los dos últimos escrutinios han ratificado la división en dos del tablero electoral -el lado izquierdo y el derecho- fomentada por la política de bloques y su polarización, que hoy sitúa a las fuerzas nacionalistas y a las independentistas en el primero de los lados, y limita sobremanera el flujo de votantes de una parte a otra. En caso de que Pedro Sánchez se viera obligado a convocar elecciones anticipadas, es probable que el PSOE resultase beneficiado en el campo de la izquierda, a costa de Unidas Podemos. Pero no podría asegurar la victoria sobre el campo de la derecha, ni en votos ni en escaños. Por lo que los socialistas harían bien en convencerse de que son los primeros interesados en sacar adelante la investidura de Pedro Sánchez, y hacerlo de forma solvente, aunque suene a perogrullada. Su empeño en erosionar a Ciudadanos, insistiendo en emplazarle a la abstención, puede servirle al PSOE para justificar los votos que finalmente reciba Sánchez. Pero sería mejor que empleasen sus energías en conformar una mayoría de gobierno en positivo.

El intento de minimizar los costes de unas o de otras alianzas, optando por rodeos interminables para acabar en ese pacto que les era ineludible desde el primer momento, está llevando a todos los partidos -aunque a unos más que a otros- a transmitir la sensación de que acuerdan con enorme desgana. Tanta que las mayorías de gobierno parecen no ya resultado de la necesidad, sino de una pesada condena que los firmantes tratarían de sobrellevar y punto. Desde que terminó la segunda campaña, las propuestas programáticas han desaparecido de escena. Sería demagógico reclamar entusiasmo a quienes hoy y en las próximas semanas accedan al gobierno de las instituciones. Pero los pactos no dan lugar a proyecto ilusionante alguno. El reparto de áreas de poder y el marcaje mutuo neutraliza las ideas. Además, los protagonistas han llegado tan desfondados a la negociación postelectoral que tienen dificultades para recordar que se deben, cuando menos, a su respectivo público.