Reino de diversidades

KEPA AULESTIA, EL CORREO – 20/06/14

· Felipe VI ingresó ayer con nota en un mandato que desde hoy se le volverá extremadamente exigente.

La sucesión en la Corona está sujeta a tres premisas básicas en nuestra Monarquía parlamentaria. La primera es que el heredero debe decidirse entre tomarlo o dejarlo pasar, entre asumir la responsabilidad que se le asigna por su posición en el orden dinástico, o renunciar a ejercerla. La segunda premisa es que, en el caso de aceptar la Jefatura de Estado, sus funciones y atribuciones no podrán ser más amplias que las que tenía su antecesor. Su papel está tasado y sólo le quedará la posibilidad de ejercerlo con más o menos diligencia, eficacia o brillo. La tercera premisa es que, además, partirá inevitablemente de una visión también heredada del país al que deberá servir, de sus problemas y anhelos. Por todo lo cual no es difícil obtener la máxima puntuación en el examen de ingreso al reinado, si éste es evaluado en función de las enseñanzas recibidas. Cosa distinta es que ese ‘10’ de partida sirva para algo, extramuros de la vida cortesana o a partir del séptimo día de la proclamación.

Es lo que ocurre con las diversidades. Por mucho que el Rey Felipe VI proclame que «las exigencias de la Corona no se agotan en el cumplimiento de sus funciones constitucionales», en sentido político y jurídico no hay otro marco en el que puedan abrirse las puertas a no se sabe qué fórmula innovadora de convivencia, si no es a través de la reforma de la Carta Magna. Ocurre además que, junto a «las distintas formas de sentirse español», hay ciudadanos que o nunca se vieron como tales o prefieren dejar de serlo. Este es un asunto tabú en todos los discursos institucionales. Tanto en la representación de los órganos centrales del Estado como, también, en los mensajes más relajados del soberanismo.

Ayer el lehendakari Urkullu y el presidente Mas solo aplaudieron la entrada de los Reyes y de sus hijas al hemiciclo del Congreso. A partir de ahí dejaron de hacerlo. No aplaudieron ni la proclamación ni las menciones de Felipe VI a la diversidad. Una postura que inevitable-mente llevará al nuevoo Rey a plantearse si debe hacer algo para conquistar el agrado de jeltzales y convergentes, o le es más lógico desentenderse de su emplazamiento paraa que desborde el cauce de su papel constitucional y se muestre proactivo ante una fiebre ‘republicanista’ que eclipsa las añoranzas por el ‘pacto con la Corona’ que compartieran Arzalluz y Pujol.

La diversidad es un terreno en el que es muy fácil perderse, sobre todo si un Rey se adentra con la brújula de lo que le han contado. Ayer Felipe VI empleó un tiempo sorprendentemente extenso de su intervención a «las lenguas de España». Y mencionó a Machado, Espriu, Aresti y Castelao para referirse al «especial respeto y protección» que constitucionalmente merecen todas ellas. Lo que provocó aplausos en la misma grada parlamentaria que dejó pasar la Lomce. Fue su única mención concreta a la diversidad –la lingüística y cultural– cuando el soberanismo que ha emergido en Cataluña y amenaza con aflorar en Euskadi no se detiene en la reivindicación de la lengua propia. El nacionalismo aprecia antes el poder que el euskera o el catalán. El derecho a decidir es una fórmula que se apunta a la tesis de que los segundos dependen siempre del primero. Pero lo sorprendente es que a estas alturas alguien haya podido convencer al nuevo Rey de que un gesto paternalista y testimonial hacia las lenguas de España distintas al castellano pudiera granjearle las simpatías que le regatea un soberanismo crecientemente republicano.

Felipe VI se mostró ayer extremadamente cauto. También es verdad que sólo sin suscitar controversias en el núcleo de opinión que sostiene a la Monarquía podía asegurarse la máxima nota que corresponde a un heredero aplicado en el momento del ingreso al reinado que llevará su nombre. «Correcto», «muy bien» y «valiente» fueron los calificativos que su discurso mereció de González, Aznar y Zapatero respectivamente. Un Rey no tiene más remedio que ser previsible, aunque cualquier frase que destaque de ssus palabras acabe resaltatando frente a la atonía de fondo que se oculta tras un ruido político monocorde.

Como cuando ayer Felipe VI afirmó que «en la Esppaña unida y diversa cacabemos todos». Claro que al nuevo Monarca no se le puede pedir una actuación providencial, y mucho menos milagrosa. Ni la distancia que exhibieron Urkullu y Mas constituye una baza para que Felipe VI avale expresa o implícitamente la legitimidad de sus propósitos, ni las formaciones del bipartidismo –PP y PSOE– pueden pretender que disuada a los promotores de la consulta catalana o al soberanismo latente en Euskadi para que se avengan a cauces constitucionales en sentido estricto, aparcando o ralentizando sus aspiraciones y proyectos.

La gestión monárquica de la diversidad afecta a otros aspectos de la realidad española tan o más acuciantes que el identitario, como la desafección y la indiferencia crecientes hacia la propia Corona, la fragmentación del panorama partidario o la dualización de un país cuya economía comienza a recuperarse a costa de una alarmante desigualdad social. Cuando hace unos años se empezó a hablar de la sucesión se daba por supuesto que el príncipe Felipe no podría hacerse con el carisma de su padre, en tanto que artífice de la Transición. Hoy Felipe VI cuenta con más aceptación popular que su ascendiente dinástico. Pero está sometido a un escrutinio tan severo que no le queda otro remedio que hacer algo más que no meter la pata.

KEPA AULESTIA, EL CORREO – 20/06/14