¿Hay que callarse?

Basta que los amenazados y los familiares de la víctima protesten y acusen de responsabilidad, para que la reacción alcance al exabrupto de equiparar a las víctimas con los victimarios

El tiempo limpia con su resaca los recuerdos y la desaparición del amigo empieza a diluirse en la niebla de la demagogia, de las apariencias y del protocolo. Ante el dolor hay que callarse, soportar con discreción el sufrimiento uniéndolo a la indignidad y asumir que el asesinato, la falta de libertad y el aislamiento social no tiene más causa que ETA.

Es verdad que en Euskadi hay asesinatos porque los hace ETA, ellos son los asesinos; pero ETA no tendría la importancia que tiene si el discurso dominante no fuera etnicista y, por tanto, proclive al genocidio.

No tendría la importancia que tiene -probablemente hubiera desaparecido ya-, si el discurso dominante, sustentado en argumentaciones preliberales y esencialmente étnico-culturales, abocado por consiguiente a la imposición política, no fuera tan asumido socialmente. Es cierto que las apariencias de este discurso tiende a hacer creer a la sociedad en la paz, en el orden y en el bienestar, en un «ilusionante futuro».

No hay más que releer la impresión positiva que a muchos liberales europeos les supuso su visita a la Alemania de Hitler cuando la Olimpiada. Salieron encantados por la sensación de orden y limpieza, y, quizás, porque creían que había sido la sana solución frente al espartaquismo. Esto también pensaron muchos de la dictadura de Franco. Salvando las distancias, no sé si aquí está ocurriendo algo semejante.

Pero las apariencias saltan por los aires en los momentos traumáticos del asesinato de un inocente. La condolencia solidaria, formal, es en principio de agradecer, pero resulta insuficiente. Máxime cuando todo el mensaje moral se ve contradicho por la práctica política que implica el mantenimiento de un alcalde que ni siquiera condena el asesinato de su jefe de policía. No es suficiente ese intento de condolencia, porque la víctima es consecuencia de la política gestada, es el resultado del choque de una ideología contra todas las demás y de un apenas definido sistema político, pero reconocible por sus síntomas de violencia y agresividad, sólo esbozado por la ideología dominante, contra otro sistema que rige en toda Europa occidental: el sistema liberal democrático. La víctima es consecuencia de todo un proyecto político comunitarista.

La condolencia, y hasta la condena moral del asesinato, resulta insuficiente cuando el futuro político que se proyecta habría dejado a la víctima segregada, de seguir viviendo, como un apátrida -ni siquiera como «un alemán en Mallorca»-, y cuando su mismo asesinato se convierte en un instrumento político para conseguirlo. La condolencia puede resultar hipócrita porque existe una responsabilidad política, muchísimo mayor que la del Gobierno español con la marea negra. Una responsabilidad por la comunión ideológica y la simpatía con el mundo que acepta el asesinato, que no la encubre ni la condena moral ni la presencia en el velatorio.

Es tan impetuosa esa ideología antisistema que basta que los amenazados y los familiares protesten, e incluso acusen de responsabilidad, para que la reacción alcance al exabrupto de comparar a las víctimas con los victimarios; una reacción coherente con esa ideología, una ideología agresiva y unos planteamientos políticos también agresivos. Hasta las buenas apariencias desaparecen: se encubre el asesinato y los culpables de la crispación son los allegados del asesinado. En pocos días se produce la inversión y el discurso vuelve a su cauce a la espera del siguiente asesinato, momento en el que de nuevo se vuelva plantear la responsabilidad del nacionalismo etnicista, para, de nuevo, acusar de provocadores a Basta Ya.

Las apariencias en momentos dramáticos tienden a diluirse. No sólo ante el asesinato de Joseba Pagazaurtundua, también en la manifestación de protesta en Portugalete por el asesinato de un ertzaina fueron tachados de culpables por los nacionalista allí presentes los del PP y el PSE, por no asumir las tesis nacionalistas, cuando el asesinato lo había cometido ETA. O en la manifestación bajo el lema de «ETA kanpora» convocada por el lehendakari, en la que los únicos gritos fueron contra los asistentes de Basta Ya.

Ni siquiera existe en el discurso dominante una equidistancia entre el victimario y la víctima. La comunión ideológica y la simpatía anímica por parte del nacionalismo gobernante son muy superiores con el mundo de la violencia que con el democrático, que es el constitucional. Hubiera sido mejor que esto no hubiera sido así, que nuestro nacionalismo fuera cívico y no etnicista, que su civismo le hubiera permitido superar la tentación etnicista que todo nacionalismo posee. Pero no ha sido así porque, prisionero de la lógica de ETA, o de una lógica creada por ambos a la vez, ha acabado en ella para convertirse en parte sustancial del problema vasco.

Eduardo Uriarte, en EL PAÍS, 23/2/2003