Según Baztarrika, es la libertad del bilingüe la que justifica la obligación del monolingüe de aprender euskera. Según él, la libertad del bilingüe de hablar euskera sólo se realiza plenamente si todos los ciudadanos son capaces de responderle en ese idioma. De ahí que su libertad exija obligar a los otros a hablar euskera.
He de reconocer que estoy un tanto desconcertado con la metáfora elegida por Patxi Baztarrika para dar título y referencia a su libro sobre la política lingüística vasca, el mito de Babel del Génesis. Se nos relata en él cómo el Dios judío infundió la diversidad lingüística en la Humanidad, hasta entonces monolingüe, para que así unos no se entendieran con otros y no pudieran construir su torre desafiante. Este Babel es considerado por Patxi Baztarrika como una bendición, con un argumento un tanto sorprendente: «Porque es la diversidad lingüística la que hace posible que los seres humanos nos comprendamos mutuamente». Un argumento que, una de dos, o es tan profundo que mi intelecto no alcanza a entenderlo, o no es sino una ‘boutade’.
En cualquier caso, mi desconcierto no proviene de la valoración de Babel como bendición divina sino de lo inapropiado de la metáfora en cuestión para reflejar y justificar (que de eso se trata al final) la política lingüística vasca. Porque es bastante claro que esta política no pretende que los vascos hablemos diversos idiomas unos y otros, que nos dividamos en tribus culturales diversas, como Jehová hizo en Babel, sino algo más bien exactamente opuesto a ello: que hablemos todos los mismos idiomas. Lo que persigue la política lingüística es uniformar a todos los vascos, conseguir que desaparezca cualquier diversidad lingüística entre ellos, que todos sean igualmente bilingües. Vamos, lo contrario de la diversidad, creo yo.
¿Y no existe una metáfora adecuada para esa política en el Nuevo Testamento? Está claro que sí, basta ir a los Hechos de los Apóstoles para encontrar un fenómeno que coincide en lo sustancial con ella: el de la venida del espíritu sobre los apóstoles reunidos y la infusión en ellos del don de lenguas, de manera que a partir de ese momento cada uno de ellos hablaba (personalmente) todas las lenguas existentes en su derredor. Reconocerán ustedes que ésta es la metáfora exacta para nuestra política, que persigue exactamente eso: infundirnos a todos las dos lenguas del país, e incluso una tercera más general. En Babel se crearon las diversas lenguas a nivel social, pero a cada uno sólo se le dio una. En Pentecostés se otorga el plurilingüismo a nivel personal: cada uno pasa a poseer todas las lenguas. Así que, a fuer de precisión, la política vigente, la de Patxi Baztarrika, debiera denominarse el Pentecostés vasco.
El problema, claro está, son las pequeñas diferencias que hay entre el advenimiento del espíritu pentecostal y la infusión actual de lenguas entre nosotros. En Jerusalén fue Dios quien infundió el don de lenguas, no la autoridad política. Lo hizo además en forma de gracia inefable, sin coste alguno, no como aquí que adquirir el euskera cuesta lo suyo. Y además, los apóstoles eran un grupo de creyentes fervorosos en una fe, y por aquí lo de la fe única no abunda; pero, la poseas o no, te infunden el euskera. Y por eso, porque se trata de una política humana en una sociedad pluralista que conlleva costes personales importantes es por lo que, a diferencia de la gracia divina, requiere de una justificación. Todas las políticas coactivas para las personas necesitan de una justificación, incluso en democracia. Sólo los milagros son gratuitos e injustificables.
A Patxi Baztarrika le cuesta reconocer esta necesidad de justificación normativa, y normalmente lo que hace a lo largo de su libro es esconder ese carácter coactivo con formulaciones verbales más o menos ingeniosas. «Ser monolingüe es una limitación, no un derecho», dice. Lo cual es cierto pero irrelevante: la cuestión en liza no es si el monolingüe tiene derecho a seguir siéndolo, sino si el poder público tiene derecho a convertirle coactivamente en bilingüe. Es ese supuesto derecho el que precisa de ser justificado. Pues limitados, lo que se dice limitados, lo somos todos de una u otra forma: la cuestión es con qué justificación puede el Gobierno enriquecernos aunque no lo queramos.
«Se puede pedir a los monolingües que se conviertan en bilingües», dice Baztarrika en otra de sus formulaciones de camuflaje. Obvio, pero de nuevo intrascendente. Pedir, lo que se dice pedir, se le puede pedir cualquier cosa a cualquiera. Pero aquí no se trata de ‘pedir’, porque la ley y el Gobierno no piden, sino que lo que por definición hacen es ‘exigir’, crean derechos y deberes. Lo que precisa de justificación, de nuevo, no es lo que mi vecino concreto me puede pedir, sino lo que el vecino generalizado llamado Gobierno me puede exigir.
Y en los pocos momentos en que el libro en cuestión aborda explícitamente la cuestión de la justificación de la coacción entrañada en la política lingüística recurre a un argumento ciertamente endeble: la libertad lingüística. Puede sonar a irónico, pero es la libertad del bilingüe la que justifica según Baztarrika la obligación del monolingüe de aprender euskera ¿Por qué? Porque, según él, la libertad del bilingüe de hablar euskera sólo se realiza plenamente si todos los ciudadanos son capaces de responderle en ese idioma. El bilingüe no puede ejercitar su plena libertad lingüística sino en un país en que todos sean bilingües, de ahí que su libertad exija obligar a los otros a hablar euskera.
Aunque el argumento puede desarrollarse más a fondo hay una objeción bastante evidente: el valor respectivo de los costes o sacrificios personales implicados en esa libertad. Me explico: al vasco bilingüe le supone un sacrificio no poder hablar euskera siempre, tener que ‘cambiar’ al castellano (que domina perfectamente) en ciertas ocasiones. Cierto. Es el sacrificio del valor expresivo de la lengua: él quiere hablar una y no otra por motivos culturales y su legítimo deseo se ve frustrado por la ignorancia del otro. Pero tiene garantizado en todo caso el valor comunicativo porque puede hablar en castellano. Por su parte, al vasco monolingüe al que se obliga a aprender y usar el euskera se le impone un coste: el de aprender otra lengua, algo que conlleva un tiempo y esfuerzo muy reales y concretos. Y, además, puede ser que también se le imponga un sacrificio expresivo de igual importancia que el del bilingüe: porque puede ser que tampoco él quiera ‘cambiar’ de lengua por motivos exactamente simétricos a los del bilingüe.
Pongan en cualquier balanza los costes implicados respectivamente en la garantía de la libertad lingüística de uno y otro ciudadano y concluyan ustedes mismos cuál libertad debe ceder ante la otra.
José María Ruiz Soroa, EL CORREO, 18/9/2010