Tentar la suerte

ABC-IGNACIO CAMACHO

Sin ideas ni proyecto, Sánchez se ha convertido en un yonqui electoral que siente por las urnas un hechizo magnético

OLVÍDENSE de soluciones para el país y de eso que en otro tiempo conocíamos como programas: el único argumento de estas elecciones va a ser el de quién tiene la culpa de que las haya. La pregunta se contesta sola mirando al que arranca con mayor ventaja, al que tiene el poder y la hegemonía mediática, al que mientras aparentaba negociar estaba dando órdenes de diseñar y preparar la campaña. Pero en realidad, los nuevos comicios les convienen a casi todos, salvo a Vox, que disparó en abril su bala de plata, y a Rivera, que en su enésimo error de estrategia creyó que Sánchez acabaría pactando con Podemos de buena o mala gana. (Yo también, dicho sea de paso, pero mis pésimas dotes proféticas carecen de importancia porque no albergo aspiraciones de gobernar España). A Iglesias no parecen molestarle; ha puesto mucho de su parte al rechazar tres ministerios –menos mal– por un ataque de arrogancia, aunque su entorno está convencido de que en caso de haber aceptado la oferta el presidente habría encontrado alguna excusa para retirarla. Y Casado tampoco se siente incómodo; el partido está tieso de pasta y aún tiene abiertas muchas heridas internas de las primarias, pero existe una oportunidad objetiva de sacar beneficio de las circunstancias y consolidar su liderazgo en el centro-derecha si adopta la estrategia adecuada. Incluso, como en Andalucía, nunca es descartable una carambola triunfal a dos o tres bandas. Lo único que nadie puede controlar ni predecir es la respuesta ciudadana, ese factor aleatorio escondido en un estado de opinión que ahora mismo es una mezcla de estupor, decepción y rabia. Jugar a la ruleta rusa entraña el peligro de que a veces el revólver se dispara.

Entre todos están tentando el azar, que siempre representa un riesgo. Sánchez es el ejemplo perfecto de que la suerte, como dice Garci, es a menudo más decisiva que el talento, si bien en su caso hay que añadir una dosis notable de autoconfianza y de atrevimiento. Como no tiene ideas, ni luces largas, ni proyecto, vive en una campaña eterna bajo la que camufla sus defectos. Se ha convertido en un yonqui electoral –un lúdopata, lo llama Rafa Latorre– que siente ante las urnas un hechizo magnético, ese pellizco que se apodera de los adictos al juego cuando apuestan al rojo y la bolita empieza a girar alrededor del negro. Desde que está en La Moncloa, sin embargo, se ha acostumbrado a minimizar contingencias guardando en la manga bazas de fullero. Las encuestas trucadas, los viajes oficiales, los recursos del Estado, la influencia omnipresente del Gobierno: todo el aparato público a su servicio para calmar su vértigo. El resultado de abril no le dejó satisfecho y desde entonces ha estado buscando la manera de envidar de nuevo. Ya la tiene pero a veces los dioses juegan a los dados con el universo y para divertirse castigan a los mortales cumpliéndoles sus deseos.