SANTIAGO GONZÁLEZ-El Mundo
Quizá el momento más feliz de la gran manifestación de ayer, además del extraordinario discurso de Mario Vargas Llosa, fue el triple agradecimiento de Albert Rivera: a Puigdemont, a Junqueras y a la CUP, por haber unido a los españoles. Era un démosle la vuelta a su miserable discurso: Puigdemont es una fábrica de españoles.
Probablemente hizo falta el disparatado referéndum y la huelga general para que en estos días se hayan visto más banderas españolas de las que se habían visto nunca en Cataluña. Bueno, desde la muerte de Franco.
Seguramente ha hecho falta la coordinación de esfuerzos de toda esa chusma para que un personal con déficit de autoestima se viniera arriba y proclamara sin complejos una actitud que mantuvieron oculta durante décadas: Ya no me callo. La manifestación de ayer va a tener un efecto exterior. Las imágenes desmentían esa sinécdoque que los nacionalistas suelen ensayar con éxito. Desde ayer, ya no podrán decir «los catalanes» con tanta desenvoltura y tanto sentido de la propiedad. Hubo también banderas españolas en Bruselas, París, Ginebra y Londres.
Era una multitud orgullosa de sí misma la de ayer en Barcelona contra los mantras que el nacionalismo ha impuesto en el lenguaje político español: el diálogo y la mediación, dos ideas imposibles, se mire la cuestión por donde se mire. ¿Qué diálogo, qué mediación cabe articular en una oferta sin alternativas: referéndum sí o sí? ¿Qué mediación cabe entre dos puntos que son el mismo? ¿Por qué lo llaman diálogo cuando quieren decir negociación?
La cosa viene de antiguo. Gemma Nierga en el funeral de Ernest Lluch, al rematar un comunicado pactado hasta las comas con la morcilla del diálogo: «Ernest habría intentado dialogar hasta con la persona que lo mató. Ustedes que pueden, dialoguen, por favor». Era una estupidez, y además falsa. Lluch no trató de dialogar; más bien quiso escapar de Krutxaga y Gª Jodrá entre los coches del aparcamiento, aunque sin suerte. El sábado hubo manifestaciones de españoles para pedir diálogo, todos vestidos de blanco, que es el color de la bandera de la rendición, tal como aprendimos en el cine de John Ford.
Fue sorprendente la ausencia ayer de Pedro Sánchez, a pesar de que uno de los oficiantes, tras Vargas Llosa, era el marido de su presidenta, Josep Borrell. Fue una manifestación grandiosa. Como todas las de su género –la del 12 de julio de hace 20 años en Bilbao– no sirven para convencer a los asesinos o a los golpistas, sólo para que la gente de bien se reconozca en las calles y sepa que esas calles son suyas, un espacio para la convivencia y no para los desmanes de la chusma.
Los delincuentes que gobiernan Cataluña harán su declaración de independencia. Después del discurso del Rey y lo de ayer, sólo falta que el Gobierno decida poner algo de su parte. No son irresponsables como decía Rajoy en días pasados. Tienen una responsabilidad que está bien definida en el Código Penal. Ese es el ámbito del diálogo ahora mismo.