La fuerza de la amistad está en la responsabilidad recíproca que, en tiempos encolerizados, exige que los amigos de distinta bandería estén dispuestos a un tiempo de amistad silenciosa, cuando las palabras públicas se vuelven lanzas privadas, más dolorosas por incomprensibles.
Cuando descubrió que Dios había muerto, Nietzsche bajó su mirada de los cielos y se puso a buscar amigos. Pero no los encontró. Y murió así, buscándolos y reclamando inútilmente su presencia: «¡Venid amigos!». Se lo oí relatar a un jesuita desde la cátedra y me pareció que lo decía con alguna íntima satisfacción (ah, ¿con que no has querido a Dios? Pues te quedaste también sin amigos).
Probablemente Nietzsche era una persona difícil de tratar y aún más de querer. Lo digo porque tras el silencio de Dios se ocultaba el silencio de una mujer a quien amaba sin lograr ser correspondido. Me lo imagino diciéndole a ella: «Al menos, podríamos ser amigos». Pero no colaba. Suele suceder. En tales casos, unos descubren al Dios eterno que nunca les habrá de fallar y otros descubren justo lo contrario, que Dios no existe porque no les hace caso. Para Dios ha de resultar difícil complacer a ambas partes de una pareja mal avenida (por ejemplo la de George W. Bush y Sadam Husein).
La amistad parece más sencilla, porque en ella Dios no anda involucrado. Es como andar por casa en zapatillas. De un buen amigo aprendí que resulta posible «dejarse estar en la amistad». Es decir que la amistad es un estado de confianza, de paz interior. Que es tanto más apreciado cuando se vive inmerso en el ruido convulso de los tambores de guerra. O con el ánimo suspendido en ese instante de silencio en el que el presentador del telediario convoca al corresponsal en Bagdad, mientras ya se nos ofrecen las primeras imágenes mudas de un cuerpo sobre una cama de hospital; de un adolescente que adivinamos vivo porque nos mira perplejo a través de la cámara.
Frente a la mirada turbada del joven iraquí, sorprendido en la intimidad de su desnudez hospitalaria, víctima civil de una invasión militar, podemos pensar que no puede existir una buena persona que no deje de serlo si en ese momento no deserta del partido político que se empeña en sostener que en las tierras del paraíso bíblico se está librando una guerra justa. Pero, al día siguiente, en el cuarto de la fotocopiadora, tengo delante a mi amiga Itziar y me dan ganas de preguntarle si sigue pensando que en su pueblo, en Getxo, la candidatura del PP representa el voto útil para la izquierda constitucionalista. Creo que me diría que sí; y entonces le recordaría las fotos de los civiles iraquíes; y ella me diría: «Ainhoa, ¿estamos hablando de moral o haciendo un análisis político?; porque la moral es para respetarla y la política para discutirla». Y yo entonces hubiera debido reconocer que el personaje de Sandor Marai de El último encuentro tiene razón cuando dice que la amistad no es un estado de ánimo ideal. Que la fuerza de la amistad, a diferencia de la pasión, está en la responsabilidad recíproca que contraen los amigos en la conservación de la alianza.
Esta responsabilidad lleva a que, en tiempos encolerizados, estés dispuesta a aguantar a esa amiga que en la cena del viernes te echa una vomitona monotemática sobre sus «malos», de la que te levantas al día siguiente con la cabeza aferrada al alkaseltzer. Pero, también, exige que los amigos de distinta bandería estén dispuestos a un tiempo de amistad silenciosa, cuando las palabras públicas se vuelven lanzas privadas, más dolorosas por incomprensibles.
Unamuno tituló Paz en la guerra a ese estado interior que es un espacio, un sitio acogedor dentro de una ciudad sitiada. Porque la novela de Unamuno trata del tercer sitio de Bilbao, es decir, del transcurrir de la vida de unos vascos mientras están sitiados por otros vascos. ¡Qué moderno este Unamuno! Cuando termina la guerra, en 1876, el liberal sitiado puede mantener este lacónico diálogo con su amigo, el carlista sitiador:
– Hola, don Pedro Antonio…, ¿de vuelta, eh?, ¿qué hay?
– ¡Vaya! Ya se pasó la mala…, ¿ustedes bien?…
– Sí, bien, gracias a Dios… Supe la desgracia…
– Y yo la de usted…, ¡cómo ha de ser!, ¡paciencia!
– Lo pasado, pasado…, cosas de la vida!. – Sí, pues…».
Así que un sitio es un lugar despejado en medio de la jungla, y también es un lugar sitiado por las fuerzas oscuras que acechan que nos rodea. Ahí puede nacer una comunidad asediada que se convertirá en secta. O puede nacer una bella amistad.
Es humano apretarse unos contra otros, sacando fuerzas del miedo para gritar juntos: «¡Sadam, nuestra alma y nuestra sangre!» o algún otro grito similar. Lo malo de esto es que así se ocupa el tiempo y el espacio, en vez de hacerlos habitables. Se puede así luchar por la libertad y perderla al mismo tiempo.
O puede que bajo el asedio, o lo que es lo mismo, durante la espera, se haga tiempo tejiendo algo sutil e intrascendente. Lo que resulta ser a la larga un espacio de libertad ganado al terror. Quizás de esto hablaba Unamuno, no estoy segura. Porque yo lo aprendí de Humphrey Bogart cuando estuve con él en Casablanca.
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Otros artículos de la misma autora pueden verse en la web http://cronicasdelsitio.virtualave.net
Ainhoa Peñaflorida, EL PAÍS/PAÍS VASCO, 9/4/2003