Profecías (II): Estado de bienestar y Cataluña

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 19/01/13

· Denunciaba mi amigo Santiago la contradicción que él veía en mi anterior artículo entre mi uso del concepto nación y el significado que había venido utilizando en anteriores artículos, y tenía un punto de razón. Hablo en él indistintamente de nación y pueblo; más exactamente lo hace el profesor Popper, autor de La sociedad abierta y sus enemigos, pero creo que a través de la breve reflexión del autor alemán queda claro que él no se refiere a la nación como la entendemos desde el siglo XVIII: ámbito creado por la inteligencia humana donde reside la soberanía y en la que los orígenes, las tradiciones, el estatus, los apellidos o la fortuna no repercuten ni en la libertad, ni en la igualdad de los individuos que en ese mismo momento podemos considerar ciudadanos. Claro está que este concepto de nación no tiene nada que ver con la visión romántica y sentimental de los nacionalismos, que el propio autor citado considera la peor herejía del siglo XX.

Pero Santiago no se conforma fácilmente y me achaca la utilización ligera del concepto nacionalismo cívico, y, aunque en el artículo defino el concepto para que no exista duda alguna, no me queda más remedio que reconocer su razón, porque podría haber utilizado el concepto de patriotismo cívico, más común y más entendible.

Mantiene mi querido fiscalizador, como si de Sócrates se tratara, su presión, recordándome que no he reflexionado sobre el Estado de bienestar y tiene, una vez más, razón. La brevedad que requiere un género como éste y la atención del lector, atraído por diversas ocupaciones, nos recomienda siempre limitación. Aun así, les expondré mi visión general sobre la cuestión brevemente: los ciudadanos, al principio de un siglo que abre una nueva época, requieren que se les presten diversos servicios, configurados durante el siglo pasado como derechos irrenunciables, sin dar una importancia equivalente a los gestores de los mismos.

Por otro lado, es conveniente mantener una tensión crítica con el Estado de bienestar, dirigida a adaptarlo a la realidad económica de la sociedad que lo disfruta y a impedir que se convierta en el instrumento de quienes lo prestan. El reconocimiento al Estado de bienestar obliga a la moderación precavida y recelosa. El mejor ejemplo de lo contrario es Argentina, impulsada por políticas populistas desde hace demasiado tiempo, que hoy se desenvuelve entre la pobreza de su población y las pretensiones de grandeza de un peronismo con vocación de partido único.

El problema de Cataluña

Satisfecho mi amigo, nos enfrentamos en estos fríos días de enero a un problema tan grave como urgente: Cataluña. Vengo denunciando desde hace años que el problema no son los independentistas o los nacionalistas: somos el resto, es España, que se mueve entre el miedo, la cobardía y el desprecio a los que se sienten diferentes, sin encontrar un punto intermedio y razonable. Las soluciones son varias y costará implementarlas; pasan por aclarar lo que defendemos y aceptar las peculiaridades de algunas comunidades que tienen la voluntad de dotar a éstas de contenido político.

Así, el primer problema que se nos plantea es la posición, mejor la falta de una clara posición, del primer partido de la oposición, que hace poco más de un año lo era de Gobierno. Sorprende ver como el PSOE está prisionero de unas contradicciones inaceptables para un partido con vocación de gobernar. El PSC ha propuesto, ante el enojo callado de sus compañeros del resto de España, que los catalanes puedan decidir su relación con el resto, olvidando que en Cataluña se aprobaron la Constitución y dos Estatutos para enmarcar la convivencia de los catalanes entre ellos y con el conjunto, y aceptando de esta forma que la soberanía que reside en la nación es una e indivisible. La debilidad argumental e ideológica de los socialistas catalanes ha provocado un terremoto entre los dirigentes del PSOE, que proponen la modificación de la Carta Magna en una dirección federal. ¿Qué querrán decir?

Los socialistas dejan de esta forma de lado la cuestión catalana -supongo que nadie creerá que la oferta de los socialistas satisfará a los nacionalistas vascos y catalanes- para enfrentarse a sus cuestiones particulares.

La solución, temporal como toda construcción de la inteligencia humana pero que puede tener voluntad de permanencia, requiere una base de acuerdo entre los dos grandes partidos nacionales. Sería necesario que la cuestión catalana no se convirtiera en un pimpampum entre quien gobierna y quien puede gobernar. Y el acuerdo pasaría por una financiación que reconociera la importancia económica de Cataluña en España. Ahora bien, también los grandes partidos están obligados a poner límites políticos claros, que hoy son definidos por la Constitución del 78, a una parte de la sociedad catalana. Pueden ser modificados, pero para ello es imprescindible una expresión mayoritaria de la sociedad española, no sólo de una parte. Desde esta imprescindible convención podemos hablar de todo, hasta del derecho a separarse del resto de los españoles, que hoy se puede defender sin trabas pero que adolece de un procedimiento adecuado para convertirse en derecho positivo real. Este camino, sin duda difícil y traumático, debe ser claro y pacífico, también sin engaños pueriles a la sociedad catalana: la separación no tiene retorno y les deja ante los problemas que tienen todos los Estados sin esperar ayudas gratuitas y desinteresadas por parte de agentes externos. Pueden defender el derecho a romper con el resto, pero no el derecho a decidir ya recogido y que nos ha permitido votar en elecciones y en referendos, tres ya en Cataluña desde 1978.

Nicolás Redondo Terreros, presidente de la Fundación para la Libertad.

 

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Profecías (III): Cataluña otra vez

NICOLÁS REDONDO TERREROS, EL ECONOMISTA 19/01/13