El factor Wallace

ABC 13/09/13
IGNACIO CAMACHO

En gran parte de la izquierda cunde una simpatía cómplice con la falsa épica nacionalista de los pueblos oprimidos

España es el único país de Europa donde el nacionalismo excluyente cuenta con la comprensión, cuando no con la colaboración, de la izquierda. Tal vez más por complejo político que por convicción ideológica, nuestros sedicentes progresistas desconfían como una suerte de reliquia franquista del concepto de nación española, que treinta años después de la Constitución aún no han interiorizado como la base de un Estado igualitario. La expresión paroxística de esta visión líquida de la soberanía fue aquella declaración de Zapatero en la que dio en considerar «discutida y discutible» la idea misma de la nación que gobernaba. No era un mero ejercicio retórico; en su mandato desatornilló a conciencia los pernos de la cohesión territorial y se alió al efecto con la versión más radical del independentismo catalán, abriendo la caja de Pandora de la que brotaron los demonios del actual conflicto soberanista.
Los movimientos separatistas europeos, como el italiano de la Liga Norte, cuentan por lo general con la consideración más o menos unánime de insolidarios cuando no con la etiqueta de filofascistas, en tanto que sus reivindicaciones vienen a resumirse, como la del soberanismo catalán, en una rebelión fiscal de ricos mal dispuestos a contribuir al equilibrio social del Estado. Entre gran parte de la izquierda española, varada en el antifranquismo retroactivo, cunde sin embargo una simpatía cómplice que los identifica con la épica de la libertad y el mito de los pueblos oprimidos. Este progresismo de salón consideró en su momento un rasgo de modernidad la restauración de los privilegios forales y aún da pábulo a la reclamación identitaria de la nación de naciones frente a la nación de ciudadanos. En el mejor de los casos, la facción más responsable de la socialdemocracia ofrece su tradición federal como una medrosa vía intermedia entre el delirio emocional independentista y la unidad del Estado que viene a defender —no sin dudas y titubeos— el centroderecha, como si la soberanía nacional fuese un atavismo ideológico o una rémora culpable.
Sin ese apoyo moral y su correlato de colaboración política, el desafío de la autodeterminación catalana no habría encontrado alas y en todo caso se enfrentaría a una respuesta política mucho más sólida y coherente. Ahora tal vez sea demasiado tarde. Los dos grandes partidos vertebrales se han desanclado en Cataluña y han quedado a merced de la oleada emotiva y populista de la independencia, dejando a Ciutadans como único dique efectivo de contención de la marea. El factor William Wallace, la fraudulenta leyenda heroica de la liberación nacional, se ha apoderado del escenario público catalán al suplantar con la movilización callejera los mecanismos de representación democrática. Y decir no se ha convertido en un antipático ejercicio a contracorriente que requiere demasiado coraje en una sociedad encogida.