Un precio cada vez más alto
La confrontación política en torno al terrorismo ha dado lugar en Euskadi a un vocabulario propio en el que las palabras no encierran un mismo significado para todos los que las emplean. Durante los meses de Lizarra fue habitual la discusión sobre el precio de la paz. Hubo quien defendió con naturalidad la idea de que, inevitablemente, la paz requeriría un precio. Pero por lo general la mera mención al precio de la paz suponía que quien así se expresaba estaba abiertamente en contra de semejante supuesto. Atrás habían quedado los tiempos en los que se debatía sobre la negociación política directa con ETA. Descartada ésta, surgió la idea de atajar el camino restando argumentos a la izquierda abertzale o, visto de otro modo, concibiendo el futuro del país como la transposición política del universo simbólico común al nacionalismo.
El aserto de que cuanto más dueña sea Euskal Herria de sí misma más se emancipará de la dictadura del terror ha llegado a tranquilizar las conciencias del nacionalismo democrático. Frente a él se eleva la fundamentada convicción de que toda salida basada en la satisfacción de las aspiraciones exclusivas del nacionalismo, lejos de propiciar que la sociedad vasca se vea libre del cautiverio del terror, terminará lastrada por éste. Pero el fragor del debate sobre lo que ha de ser no debería hacernos olvidar lo fundamental, lo que es: que la sociedad vasca ya está pagando un precio por la paz o, por ser más preciso, lo está pagando a causa de la violencia.
El precio mayor lo han pagado más de mil personas que nunca quisieron dar su vida sino, simplemente, vivirla. Lo están pagando sus deudos, que no pueden evitar el dolor que les produce cada nuevo asesinato. A diario abonan ese precio los ciudadanos perseguidos por lo que son o representan. Pero tras ellos, y aunque a mucha distancia, sigue buena parte de la sociedad vasca, por no decir que toda ella. Puesto que cuando se paga hay quienes se dedican a cobrar. No sólo aquellos que han convertido la violencia en su ideología y en un recurso de poder. También quienes pretenden obtener de la muerte ajena un valor para especular en el bullicioso corro de los beneficios políticos.
Las semanas anteriores al asesinato de Joseba Pagazaurtundua permitieron -dada la aparente ausencia de ETA- soñar con la posibilidad de que el terrorismo se hallara en franco retroceso. Como si se tratase nuevamente de ese mecanismo de compensación de la presión que demanda la caldera vasca, la carencia de atentados había puesto más en evidencia la imposible coexistencia de proyectos políticos que apuntan en direcciones divergentes. Así, el sueño de un pronto final de la violencia despertaba a la certeza, cada día más arraigada, de que tras el terror no vendrá una era de normalidad y concordia, sino de división y fractura. Hubo un tiempo en el que cada atentado unía, aunque a un precio excesivo y terriblemente injusto. Se posponían las diferencias durante días, e incluso parecían soportables. Pero, especialmente desde la ruptura de la tregua, todo eso terminó. Ahora cada atentado es motivo de división, y su rotunda irrupción en la escena política no llega a postergar lo más mezquino de ésta ni siquiera para las exequias.
Éste es el ‘precio de la paz’, que es una manera de expresarse. Nunca, desde que se restableció la democracia, se mostró esta sociedad tan dividida. Nunca los silencios resultaron más espesos e incómodos. Nunca la libertad de conciencia y opción se había sentido más constreñida. Porque junto al miedo impuesto por el terror se ha extendido ese otro miedo a confrontar pareceres con quienes nos rodean: temor a incomodar y a sentirnos interpelados. Es probable que se trate del vértigo que surge al borde del abismo. Pero resulta especialmente preocupante la naturalidad con la que estamos asumiendo la herencia que nos han dejado nuestros particulares ‘años de plomo’.
El asesinato de Joseba Pagazaurtundua ha dado lugar a un sinnúmero de actos de condena y homenaje, sin que ninguno en particular ni todos juntos puedan ser calificados de multitudinarios. La posición adoptada por los ediles de Batasuna de Andoain ha sido repudiada «por falta de coraje cívico», y pocos se han planteado la hipótesis de que, simplemente, esos concejales estuviesen de acuerdo con la ‘ejecución’ de su jefe de Policía. La moción de censura propuesta por socialistas y populares para desalojar a Barandiaran de la Alcaldía ha recibido una negativa coral por parte de dirigentes nacionalistas, muchos de los cuales operan a kilómetros de distancia del río Oria. Especialmente elocuentes y prolijas han sido las razones dadas para explicar tal negativa, en un claro intento de ocultar la incoherencia por acumulación de argumentos insostenibles cada uno de ellos en solitario. Pero lo más significativo del caso es que el nacionalismo no ha dudado ni un instante; ni se ha oído la más tímida voz de discrepancia o mera preocupación entre sus dirigentes. Incluso mi buen amigo Josu Jon Imaz ha llegado a objetar que el anterior intento por desbancar a HB de determinadas alcaldías tuvo como efecto el fortalecimiento de la izquierda abertzale, olvidándose de que esto último fue precisamente -en 1998 y 1999- consecuencia de la tregua y de Lizarra.
Esta misma tarde Basta Ya se concentrará delante de Ajuria-Enea con un lema en el que entre el ‘ETA asesina’ y el ‘PNV responsable’ no habrá más que un punto de separación. Ni siquiera una frase explicativa. El lehendakari, de viaje, se volverá a sentir insultado; con lo que concluirá que la razón está de su parte. De su parte no sólo ante esos que según él le insultan, sino ante todo aquel que ose dirigir alguna crítica de fondo a su Plan. De igual forma que a las veinticuatro horas nos habíamos olvidado del asesino, antes de que termine la semana el recuerdo de Pagazaurtundua habrá desaparecido de los medios de comunicación, y no volverá a importunar a una sociedad impaciente por regresar a la normalidad de la anormalidad. En siete días habremos pagado un precio exorbitante a cambio de cualquier cosa menos la paz sin que nadie haya mostrado especial queja por la cuantía de la factura. Y el abismo resultante de la insensibilidad y la obstinación política volverá a suscitar tanto vértigo y temor que nadie se atreverá a sugerir otra cosa que la habitual en estos casos: que hablen las urnas. Y vuelta a empezar. No es cierto que estemos cumpliendo con los designios de división y enfrentamiento a que supuestamente nos empujaría ETA. Esa sería una imputación excesivamente generosa e ingenua. Estamos cumpliendo con los designios de quienes nos gobiernan. En definitiva, con nuestros propios designios: mejor pagar el precio que sea -siempre en nombre de la paz- que enfrentarse a la inercia de la insensatez.
Kepa Aulestia, EL CORREO, 12/2/2003