RAFAEL DOMINGO OSLÉ, EL MUNDO – 12/09/14
· El autor cree que el debate constitucional es enriquecedor, pero que en Cataluña está viciado por el sectarismo.
· Afirma que la idea moderna de Estado agoniza debido al dinamismo propio de las sociedades avanzadas.
La cuestión Catalana está ahí. Ayer pudimos sentirla, tocarla, masticarla. La Diada nos la mostró en todo su esplendor. Si hasta hace un puñado de años la cuestión catalana no había fracturado a la sociedad catalana, por desgracia, en época reciente, lo ha conseguido.
Las sociedades democráticas son abiertas y flexibles por naturaleza. Y Cataluña lo es. Están fundadas sobre la suma de voluntades de todos sus ciudadanos. Eso las hace gozar de un alto grado de adaptabilidad y regeneración. Las sociedades democráticas saben vivir muy pegadas al terreno, al hoy y ahora. Por eso, el cambio es diario, constante, a la vez que imperceptible, como lo es también el cambio en el cuerpo humano.
Así como es deber primordial del ser humano conservar la propia vida, el primer deber de una sociedad democrática es continuar viviendo, es decir, desarrollándose constitucionalmente. El instinto de supervivencia de una sociedad es casi tan fuerte como el de conservación del ser humano. La fractura social, con todo, es un riesgo, un cáncer que puede acabar con la vida de una sociedad. Las guerras civiles o el terrorismo, auténticas pesadillas sociales, lo evidencian. Pero no sólo son estas las causas de fracturas sociales. Una sociedad se desgarra también cuando, de una forma más o menos brusca, deja de existir un consenso social sobre su fin constitutivo. Una sociedad democrática se rompe cuando se desvanece el consenso sobre la decisión constitucional que la identifica como tal. La decisión constitucional es el código genético de una comunidad política: ¿para qué estamos juntos? ¿Qué misión nos une? ¿Cuál es nuestro fin?
Esas preguntas, una vez y otra, se las plantean todas las sociedades, y es de gran interés y utilidad que así sea. En modo alguno hay que tener miedo a abrir una crisis constitucional de la que surjan nuevas ideas, así como una identidad y una misión renovadas. En este sentido, me parece que una reflexión constitucional profunda en el seno del pueblo catalán, tiene una cabida perfecta. Se trata de una autorreflexión social que une los lazos entre todos los catalanes y genera cohesión social. Por eso, la cuestión catalana es tremendamente enriquecedora y debe permanecer abierta hasta que se resuelva porque es fruto, no sólo de un nacionalismo radical, en mi opinión del todo trasnochado, sino de un diálogo constitucional fundamental de mucho más calado que afecta al modo de organizar las sociedades de nuestro tiempo.
Me explicaré. La idea moderna de estado, como tal, agoniza. En el fondo, la idea de Estado federal, el menos estatal de los Estados, es el último escalón antes de su total desaparición. Tiempo al tiempo. La idea monárquica está completamente en crisis. La monarquía parlamentaria, la menos monárquica de todas las monarquías, es el último reducto antes de su definitiva extinción. La idea moderna de soberanía ha quedado obsoleta. La soberanía compartida, la menos soberana de todas las soberanías, es el último peldaño antes de su entierro político. Las sociedades se reinventan, se reconfiguran, se regeneran, como la piel, de acuerdo con nuevas ideas, concepciones, exigencias.
Por eso, el debate constitucional catalán es una expresión del dinamismo propio de una sociedad viva, avanzada. Se trata de un debate político, en el más noble sentido del término, de primera magnitud. Detrás de la cuestión catalana, no hay sólo un tema secesionista o una demanda independentista. Detrás hay más, mucho más. Hay, en muchos catalanes, un deseo sincero de evolución y desarrollo social en el contexto de un mundo globalizado en el que la idea de estado nación ha sido completamente superada por los hechos. Mi sí, pues, al debate es incondicional. Y mi sí a una consulta noble cuando sea el caso, también.
En este contexto, el diálogo de Cataluña con España y con Europa es necesario. Cataluña no es un espacio excluyente, como lo es una casa particular, sino relacional y compartido, en el que se desarrolla principalmente una comunidad política interactuando con las demás, que también están presentes y se benefician del territorio. Cualquier decisión que afecta al territorio ha de ser compartida con las comunidades mayores. Por eso, la única solución que cabe en la cuestión catalana es el diálogo abierto y sereno entre todas las comunidades afectadas. Cataluña tiene mucho que decir. España, también. Y Europa, bastante.
Mi gran reserva a la cuestión catalana no es el qué sino el cómo. Son los medios empleados, que son precisamente los que han provocado la fractura. El fin, la independencia, nunca justifica los medios. Y en Cataluña, por desgracia, esto no ha sido siempre así. En Cataluña, por alcanzar la independencia, algunos han hecho de todo y, en ciertos ámbitos y sectores, se ha llegado a justificar lo injustificable. No se puede, no es de recibo, crear un ambiente hostil que impida la expresión libre de las ideas a quienes se consideran tan catalanes como españoles. No se puede, no se debe justificar en modo alguno la corrupción política con el fin de conseguir la deseada independencia. No se puede, no se debe, echar un órdago al mismísimo Estado de Derecho amenazando con la convocatoria de una consulta que ha sido declarada sin fisuras inconstitucional por nuestro más alto Tribunal. No se puede, no se debe generar radicalismo manipulando la historia, las ideas, o potenciando un victimismo falaz.
El famoso médico renacentista suizo Paracelso, fundador de la toxicología, decía que todo es veneno y nada es veneno. Sólo la dosis, en verdad, hace el veneno. Y no le faltaba razón. El exceso de sectarismo, de agitación, de intolerancia, de radicalismo social promovidos desde determinados sectores de la sociedad catalana, nunca serán justificables. Los extremismos no llevan a ningún sitio. La sinfonía más preciosa, si no se ajusta el sonido, resulta estridente e insoportable. En mi opinión, la sociedad catalana está siendo envenenada políticamente. Por eso, el debate político, tan enriquecedor en un principio, se ha enquistado y enrarecido.
El envenenamiento social está propiciando un clima colectivo de inseguridad, de coacción moral, de falta de libertad política. Así las cosas, la verdad empieza a interesar poco, muy poco. Y cuando la verdad no interesa, se impone la ideología. En una sociedad así, comienza a resultar molesta la convivencia, al menos a las minorías discrepantes, porque la autenticidad y el respeto brillan por su ausencia. En estas circunstancias, es fácil que surja, como de hecho ha pasado, una suerte de fundamentalismo nacionalista totalmente excluyente, incompatible con los principios democráticos de igualdad y participación.
Por todo lo dicho, la consulta del 9-N se ha convertido en una consulta totalmente injustificada. Y lo es porque una consulta que no respeta el Estado de Derecho, ni las instituciones que lo comportan, nace viciada de raíz. Nace envenenada. Y envenena con independencia de lo que se piense. Envenena a quien dice que sí y a quien dice que no. Al convocante y al convocado. Hace daño a todo el tejido social.
Una sociedad democrática no es solo un orden político. Es también un orden moral, social, económico, jurídico. Por eso, las grandes decisiones, aunque siempre democráticas, no pueden descuidar la propia integridad de los diversos órdenes. Cataluña, tratando de separarse de España de esta manera, se está autodestruyendo, además de causar un daño irreparable a España. Hablemos claro, sin tapujos. Si Cataluña tiene que ser un día independiente, que lo sea. Pero por favor, sin coacción, sin corrupción, sin imposiciones, sin engaños, sin mentiras. Sino más bien como un proceso de maduración democrática, de diálogo con España y Europa, de reflexión solidaria y pacífica. Creo en la maduración de los pueblos y en su emancipación natural. No en cambio, en nacionalismos radicales propios de épocas pasadas e ideologías obsoletas del todo superadas en la era de la globalización.
Rafael Domingo Oslé es catedrático de la Universidad de Navarra y profesor visitante de la Emory Law School.
RAFAEL DOMINGO OSLÉ, EL MUNDO – 12/09/14