ANTONIO TORRES DEL MORAL – EL MUNDO – 14/12/15
· Hay que reformar la Carta Magna, pero con ideas claras sobre quién reforma, qué debe ser reformado, cuándo hay que acometer cada reforma y cómo hacer todo eso para que el resultado sea moderadamente positivo.
Hace 37 años, tras el período constituyente más dilatado de nuestra historia, la clase política se sintió tan ligada a su paciente obra, la Constitución, que cerró un acuerdo tácito, con magras excepciones, de prolongar todo lo posible su vigencia intacta por temor a que sus posibles modificaciones no suscitaran un similar consenso al alcanzado en su gestación. Por eso, los pocos que nos atrevimos a hablar de reforma constitucional fuimos calificados de aventureros por los intelectuales orgánicos. Ni siquiera se reformó el Senado, que, a juicio de todos, incluidos los celosos defensores del texto, había salido con notables defectos de los talleres constitucionales. No se tuvo en cuenta que la reforma es un modo de prolongar la buena salud del texto y que, por el contrario, envejece todo lo que no se reforma ni se adapta a la nueva realidad. De ahí que la Constitución haya envejecido de manera desigual: aceptablemente, aunque con reparos, en materia de derechos y menos bien –a veces bastante mal– en el funcionamiento de los agentes políticos y de las instituciones.
Ahora, en medio de una gravísima crisis económica, ha sido la juventud, en buena parte desahuciada del sistema económico y social, la que ha gritado su disconformidad, la cual ha prendido en anchas capas de la sociedad y nos ha colocado en vísperas del tercer gran cambio político de nuestra democracia, como ha escrito Casimiro García-Abadillo en este periódico: el de la sustitución de un bipartidismo decantado durante décadas (formaciones políticas nacionalistas aparte) por un tetrapartidismo equilibrado que impedirá la formación de un Gobierno monocolor y requerirá, por contra, una política de pactos, máxime a la hora de abordar la reforma de la Constitución que casi todos propugnan.
Se ha puesto tanto énfasis en la propuesta liquidadora que parece que lo hecho no sirve para nada. Junto a los argumentos habituales en demanda del cambio, se esgrimen otros tan peregrinos como que los jóvenes actuales no han votado la Constitución. Pero, mejor o peor argumentado, se ha desencadenado un furor de cambio que en algunos protagonistas políticos no apunta a una reforma, sino a una operación de derribo y desescombro que vaya desde los derechos fundamentales hasta la organización territorial pasando por todos los títulos del texto fundamental.
IU aboga por una nueva Constitución, opción abandonada por Podemos, que la sustituye por una reforma profunda, que habrá de ir concretándose a la hora de las propuestas. Y PSOE y Ciudadanos hablan de reformas, en plural, aunque no con el mismo alcance. En lo que coinciden los cuatro (también los partidos nacionalistas que aún no han enarbolado la bandera soberanista) es en la necesaria modificación del modelo territorial existente, pero divergen en la fórmula de sustitución. Por su parte, el Partido Popular, por boca de su presidente, no pasa del «ya veremos» y se refugia en la necesidad de consenso, requisito no negado por ninguno de sus oponentes. En cambio, han amainado las viscerales declaraciones en torno a la necesaria reforma de la Jefatura del Estado; los republicanos siguen siéndolo, pero los más realistas se pliegan a lo posible (la política es el arte de lo posible, decía Cánovas) y, seleccionando prioridades, dejan este envite para más adelante.
Pero no todo en la Constitución vigente es material de derribo ni todos los males patrios proceden de ella; antes bien, buena parte de la culpa la tienen normas infraconstitucionales, como la legislación de partidos, la electoral y los reglamentos parlamentarios, por poner sólo algunos ejemplos; o incluso una interesada y desviada práctica política. Los próximos actores políticos deberían despejar la incógnita de si procede hacer de inmediato la o las reformas constitucionales o, por el contrario, conviene allanar el terreno con reformas infraconstitucionales, algunas de las cuales tienen tanta o mayor incidencia que aquéllas en el funcionamiento del sistema político.
Tomemos como referencia la respuesta que dio Felipe González en vísperas del triunfo electoral socialista de 1982. Tras negar que el cambio que preconizaba el Partido Socialista significara esto o aquello, se le preguntó en qué consistía entonces. Su respuesta fue lacónica y aparentemente evasiva: «Consiste en que esto funcione». Y, en efecto, no hubo una reforma constitucional, sino varias infraconstitucionales: una reforma militar que civilizó a las Fuerzas Armadas; una reforma fiscal que introdujo cierto orden y modernidad en el sistema hasta entonces vigente; una reconversión industrial que puso al sector en pie; la ley despenalizadora de algunos supuestos de interrupción del embarazo que le ganó la enemiga del catolicismo conservador; el ingreso en la Comunidad Europea que acabó con el aislamiento secular español, y la rectificación de su propia política sobre la OTAN que casi le cuesta su jubilación política. Ninguna de estas medidas exigió reforma constitucional pero España cambió profundamente con ellas.
Hay que reformar, ya lo creo, pero con ideas muy claras sobre quién reforma, qué debe ser reformado, cuándo hay que acometer cada reforma y cómo hacer todo eso para que el resultado sea moderadamente positivo, no sea que el alguacil quede alguacilado y hagamos un pan con unas hostias.
Dada la previsible composición poselectoral de las Cortes –y no sólo del Congreso– puede pronosticarse que no se podrá modificar ni una coma de nuestra norma suprema ni de ninguna ley de alcance político, así como tampoco de los reglamentos parlamentarios, si no se aúnan voluntades. El pacto político es, pues, un requisito absolutamente indispensable, como sugería este periódico en reciente editorial, y debe alcanzar a todas las fuerzas políticas del arco parlamentario (siempre habrá alguna renuente) si no queremos vernos envueltos en una sucesión alocada de reformas y contrarreformas. Eso sería volver a los errores del pasado, que nos hicieron perder no menos de un siglo respecto de los países de nuestro entorno.
¿Y qué debe pactarse? Todo, ya lo he dicho. Pero, como unas reformas son jurídica o políticamente más dificultosas que otras y las hay más y menos urgentes, hay que sopesar cada operación a fin de asegurar en lo posible unos resultados satisfactorios. Además, como unas modificaciones han de seguir un procedimiento más costoso que otras, es preciso no mezclarlas para no agravar innecesariamente la modificación de algunos preceptos. Así lo dicta la prudencia, que no es mala virtud política, como ha visto oportunamente lo más granado de la historia del pensamiento político. Hacer lo contrario es condenar al fracaso necesarias y oportunas operaciones de mejora y modernización de nuestro sistema político.
Por consiguiente, es necesario acordar, primero, la necesidad o clara conveniencia de las reformas que se susciten. En segundo término, convenir el orden de prioridades más conveniente entre ellas; conforme a este criterio, deben abordarse reformas infraconstitucionales, como, por ejemplo, la plural legislación sobre los partidos, la electoral, los Acuerdos con el Estado Vaticano y el funcionamiento de las Juntas de Portavoces con voto ponderado, antes que la modificación de preceptos constitucionales; o bien cambiar prácticas erróneas para introducir, por ejemplo, la responsabilidad individual de los ministros. Nada de esto exige reforma constitucional y puede añadir al sistema político más democracia y funcionalidad.
En tercer lugar, debe despejarse la incógnita de si se quiere redactar una nueva Constitución o introducir modificaciones en preceptos o grupos normativos concretos. Si se acuerda esto último, como es deseable, de nuevo debe establecerse un orden de prioridades, así como, según hemos adelantado, no mezclar reformas que exigen diferentes procedimientos. Por el contrario, la economía de esfuerzo invita a unir las que hayan de sustanciarse del mismo modo. Esto es especialmente recomendable para las reformas que deban seguir las pautas del artículo 168, que exige finalmente un referendo nacional, operación que no hay que multiplicar sin necesidad.
Y ¿cuánto tiempo debe emplearse en dejar la casa renovada y limpia? El que la prudencia dicte, pero seguramente no menos de dos legislaturas, que no es mucho porque el tiempo político se mide de modo diferente al ordinario. Si han pasado 10 legislaturas sin que se haga nada, está fuera de lugar intentar ahora ganar tiempo, pues éste nunca se gana ni se pierde, sino que se emplea acertada o erróneamente.
Antonio Torres del Moral es catedrático de Derecho Constitucional de la UNED.