La buena educación

ABC 17/12/15
LUIS VENTOSO

· Se pisotea la cortesía y se dignifica el odio, luego: los puñetazos

TOMA 1: Esta mañana subí al metro en la hora del éxodo a las oficinas de cristal. El trayecto era largo y aquel vagón parecía una circunspecta melé de rugby. Cuando una chica con aire paquistaní se levantó para bajarse, me lancé casi en plancha al asiento libre. Dos paradas después entraron unos sesentones japoneses arrastrando maletas. El hombre sentado a mi lado, un cincuentón inglés flaco y desastrado, con pinta de marinero en tierra y delatoras venillas dipsómanas en la napia, se irguió como impelido por un resorte e hizo un gesto a los nipones. El tipo se había percatado de que una mujer se apoyaba en unas muletas y le cedió su sitio en un rasgo de urbanidad elemental. La verdad: me sentí un cafre clavado en mi asiento.

Toma 2: Durante años frecuentamos un restaurante tabernario en un puerto coruñés, que bordaba el pescado. El saludo de bienvenida era un gruñido, te arrojaban la carta del menú como si estuviesen cabreados con ella y nunca escuché un simple «gracias» tras abonar la receta (siempre respetable). Pagar porque te maltraten. Un día decidimos no volver jamás, derrotados por la mala educación.

Toma 3: En la mesilla de algunas personas reposan los ensayos de Montaigne. Antes de dormir lo leen unos minutos, como un tónico para las mugres del alma. El 28 de febrero de 1571, a los 38 años, el señor Michel de Montaigne, hasta las meninges del gran mundo, se retiró a su torre circular de Aquitania para hablar consigo mismo. El fruto de aquella meditación nos sigue encantando cinco siglos después, por su inteligencia, su tolerancia… y porque Montaigne es un anfitrión fabuloso: en la torre de su mente siempre impera una insoslayable buena educación.

Toma 4: George Bryan, apodado el Bello Brummell, fue el mayor dandy de la Inglaterra de comienzos del XIX, un esteta pasado de rosca que dedicaba cinco horas a emperifollarse. Brummell dejó sin embargo esta sensata máxima: «El verdadero elegante no se hace notar». El gentleman sabe que la cordialidad es su forma de respirar y su máxima social consiste en que quienes lo rodean se sientan bien. La buena educación.

Toma 5: El hombre mayor de la barba cana llega a aquel plató, salido de un episodio setentero de «Star Trek», y observa a su contendiente con la displicencia de quien ya lo da por fracasado. El hombre más joven, extremadamente tenso, se lanza a una cascada de acusaciones, no siempre verídicas, y acaba incurriendo en el puro insulto. Ofendido gratuitamente en su honra, el hombre mayor replica con otra descalificación. El moderador silba. La audiencia se pone colorada. España se va a dormir añorando algo que ya no sabe ni cómo se llama: la buena educación.

Toma 6: El candidato Rajoy pasea por las calles de su ciudad, la tranquila y residencial Pontevedra. Un chaval se acerca a traición y le propina desde un costado un fuerte puñetazo en la cara, que lo deja aturdido y sin gafas. Una España que ha tolerado los «escraches», que legitima el odio y el acoso al adversario político, un país que ha inventado las televisiones de combate y la máxima de que la ley solo debe cumplirse si te gusta. La mala educación. Umbral ya de la barbarie.