FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR – ABC – 28/12/15
· «Nuestro rey se encuentra en el que es quizás el primer gran momento de su reinado, ese instante decisivo que define un carácter y diseña una perspectiva a largo plazo. Felipe VI ha escuchado la voz de los españoles… A la monarquía corresponde ahora mostrar su inmensa dimensión de poder arbitral, pero también la profunda convicción personal de querer servir a lo expresado en las urnas. La voluntad de ser una nación entera y unida»
Los resultados de las elecciones del 20 de diciembre han sido recibidos con una preocupación acompañada de la exigencia del deber a un bien superior, que es el derecho de los ciudadanos a su seguridad. Esta preocupación ha llevado a reclamar, en algunos casos, dimisiones de dirigentes de los partidos que no parecen haber alcanzado ni los objetivos de continuidad reformista ni los de alternancia respetuosa con nuestro ordenamiento jurídico.
Ya sabemos que, en España, dimitir es un verbo que solo parece conjugarse en una voz pasiva de improbable sentido en la sintaxis, pero de elocuente significado en la política . Cada español ha de considerar hasta dónde ha llegado la responsabilidad y la eficacia de cada dirigente, y cada ciudadano habrá de expresar el juicio que le merecen las actitudes manifestadas por sus políticos. Es decir, si de una vez por todas se está a la altura de las circunstancias, o si continuamos anclados en el estanque de la indolencia de unos o en el escenario de exhibicionismo gesticulante de otros.
Porque la historia es algo muy serio: es el tiempo que construimos, no la época por la que pasamos. Una nación en crisis no es un lugar incómodo, no es un sitio de veraneo al que se ha estropeado el clima y nos amarga unas vacaciones. Una nación en crisis es un desafío para llevar adelante la más alta y ejemplar de las tareas, el gobernar al servicio de la comunidad. Una nación en crisis ofrece, además, la ocasión de ser escuchada en un momento en que se expresa con una contundencia imposible de desairar, entre otras cosas, porque los españoles rematan un ciclo electoral, iniciado hace casi dos años, que ha ido dando los indicadores del descontento, y, sobre todo, los de la recuperación de la conciencia cívica.
En España existe una sola figura política que no puede dimitir. El rey solo puede abdicar. Y en la diferencia de palabras existe una diversidad de sentido. Abdicar no es dimitir. Es dejar paso a quien puede ejercer una tarea en mejores condiciones, pero con el mismo espíritu e idéntica legitimidad. Dimitir es un acto de responsabilidad. Abdicar es un gesto de patriotismo. Nuestro rey Felipe VI llegó al trono porque su padre, el rey Juan Carlos, comprendió que la crisis profunda de España precisaba de su sacrificio personal y de un nuevo acto de servicio a la nación. Una institución renovada, que ponía en el lugar más alto del Estado al joven monarca, daba prueba a los españoles de su capacidad de afrontar no solo tiempos inéditos, sino también circunstancias de peligro.
Con Felipe VI, España ha recorrido los meandros de este ciclo electoral que ha sacudido los goznes de nuestro entramado jurídico y ha ido mucho más lejos de una pasajera turbación. Nos ha puesto ante una inmensa responsabilidad como ciudadanos. Nos ha sometido a esa presión que la historia inculca en el corazón de los patriotas. No nos lleva a la algarabía con que el patrioterismo confunde nuestra rectitud cívica ; ni nos conduce a escenarios vergonzosos en los que algunos creen reflejar mejor su rebeldía de lo que lo hicieron aquellos artífices de la Transición, cuyas espaldas se cargaban de experiencias de lucha, tolerancia y sabiduría que nuestros revolucionarios de pacotilla ni siquiera imaginan.
Hoy pueden admirar todos los españoles sensatos la inmensa fortuna histórica que supuso vincular nuestro consenso fundacional de la democracia a la institución monárquica. Con retranca de dirigente del Partido Comunista en la Transición, un buen amigo me comentaba, los resultados electorales en la mano, cómo valoraba, hoy, en todo su alcance, la decisión de su partido de aceptar la monarquía en 1977. Le parecía que, si en los momentos iniciales de la democracia, el rey ayudó a eliminar obstáculos insalvables, en los tiempos que ahora corren habrá de servir para que, a impulsos de la neutralidad política de la Corona, logre arbitrar un acuerdo de los españoles, semejante al entonces alcanzado.
«¿Te imaginas que, en este momento, tuviéramos a un presidente de la República de cualquiera de los partidos que se disputan el poder?» me preguntaba. Porque, gracias a nuestro sistema, ese gran acuerdo puede hacerse con la intervención de quien, representando a todos, no representa a parte alguna que pretenda imponerse a las demás. A nuestro rey Felipe le corresponde ahora la más apasionante, la más abnegada labor de su título. Le corresponde ejercer en la plenitud de su autoridad y en la profundidad de su representación.
Hace unos días escribía en esta misma página que había de escucharse a España. Tras expresarse, electoralmente, en niveles inferiores o nuestra delegación en el parlamento europeo, los españoles han elegido unas Cortes que son testimonio y custodia de la voluntad nacional. Lo que se ha votado debería cancelar ciertas euforias destructivas que ciegan a unos y desterrar la falta de sentido de la historia que padecen otros. Porque España ha declarado de forma abrumadora su propósito de permanencia esencial. No solo los secesionistas pueden reclamar el carácter plebiscitario de los comicios cuando les viene en gana.
Nosotros, todos los españoles, podemos decir que la unidad de la nación se ha expresado como tradición indiscutible y también como voluntad actualizada de una comunidad política moderna. Incluso quienes juegan con fuego en este campo han afirmado con sorprendente vigor su conciencia de pertenecer a una nación que es mucho más que el contrato institucional del inicio de la Transición. El secesionismo ha exhibido su debilidad hasta en aquellos lugares en que exige la separación. Pero, sobre todo, la idea de España se ha revelado viva y fuerte en el voto de los ciudadanos de la izquierda, el centro y la derecha que han respondido a la impugnación secesionista con la afirmación de su deseo de seguir construyendo una empresa nacional unitaria y diversa.
Esa España, sin embargo, ha despertado al grito de una llamada en favor de la regeneración. Cuando se sufren humillaciones que no hace falta enumerar aquí, los españoles han respondido como lo han hecho en otras ocasiones. Pidiendo un rejuvenecimiento que no es el culto a los desvaríos de algunos adolescentes sino la convocatoria a una renovación profunda. Acabando con la corrupción, restableciendo la seguridad que el Estado debe proporcionar, reformando lo obsoleto, refundando lo que precisa de nuevo vigor. Nuestro rey se encuentra en el que es quizás el primer gran momento de su reinado, ese instante decisivo que define un carácter y diseña una perspectiva a largo plazo.
Felipe VI ha escuchado la voz de los españoles, movilizados en una exigencia de regeneración, proporcional a la sensación de pérdida alojada en el corazón de tantos ciudadanos. A la monarquía corresponde ahora mostrar su inmensa dimensión de poder arbitral, pero también la profunda convicción personal de querer servir a lo expresado en las urnas. La voluntad de ser una nación entera y unida. El deseo de que salgamos reforzados de esta crisis como un pueblo más justo, menos frívolo, con mayor sentido de la historia. Un pueblo más inteligente que ha exigido no solo reformas sociales y bienestar económico, sino la altura moral y la estatura política sobre las que se constituye la conciencia de una soberanía.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR / DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN VOCENTO – ABC – 28/12/15