EL MUNDO – 08/02/16 – EDITORIAL
· Francesc Cambó sitúa en sus Memorias el origen del catalanismo político en la pérdida de las últimas colonias españolas, a finales del siglo XIX, que contribuyó a horadar el desprestigio del Estado, de sus órganos representativos y de los partidos que gobernaban España. «Como en todos los grandes movimientos colectivos, el rápido progreso del catalanismo fue debido a una propaganda a base de algunas exageraciones y de algunas injusticias», admitió el fundador de la Lliga Regionalista.
Un siglo después, Artur Mas quiso aprovechar una nueva coyuntura de crisis en el conjunto de España, fruto de la recesión económica y el desgaste de su clase dirigente, para tratar de transformar la supremacía política del nacionalismo en Cataluña en un proyecto abiertamente rupturista. Lo que ha encontrado ha sido justo lo contrario: Mas ha situado en la marginalidad a su partido, mientras Cataluña permanece rehén de unas fuerzas soberanistas que, pese a la fortaleza de las instituciones españolas y europeas, continúan alimentando la quimera de la secesión.
Mas recogió el testigo de Jordi Pujol –ahora defenestrado, pero entonces santificado por el nacionalismo catalán– cuando Convergència aún era el partido hegemónico de la política catalana y el pivote sobre el que se habían apoyado PP y PSOE para alcanzar La Moncloa. Tras ser consejero de Economía y conseller en cap, Mas se convirtió en el delfín de Pujol para arrebatar la Generalitat al tripartito, meta que no consiguió hasta 2010. Desde entonces, CDC ha reducido a la mitad su presencia en el Parlament, pasando de los 62 escaños logrados en 2010 a los 30 que aportó en la representación que obtuvo en septiembre pasado Junts pel Sí (62 diputados), la lista conjunta impulsada por CDC y ERC.
El punto de inflexión que explica esta merma política estriba en 2012, cuando Mas decide radicalizar su discurso con el subterfugio de la negativa de Rajoy a negociar el pacto fiscal para Cataluña. Mas decide entonces embarcar al centro derecha catalán en una operación sin precedentes desde la Transición, convirtiendo una organización política nacionalista –la extinta CiU– en un instrumento declaradamente independentista. En el fondo de esta errática estrategia subyace la corrupción que gangrena la estructura convergente, en cuya cúspide sobresalen las comisiones del 3%, el desfalco del Palau o el embargo de la sede central en Barcelona. Todo ello, además del saqueo de los Pujol, ha contribuido a socavar la credibilidad de Convergència.
El salto al vacío de Mas ha supuesto un fiasco electoral para su formación, además de un lastre para los ciudadanos de Cataluña, perjudicados por la pésima gestión económica del Govern y su irresponsable decisión de anteponer la aventura soberanista a dar solución al paro o los recortes. Sorprende que, en este ruinoso contexto, el Consejo Nacional de CDC diera luz verde el sábado a la aspiración de Mas de reinventar este partido en una plataforma cuya «vocación ha de ser ocupar tanto como sea posible un centro amplio».
Lo tiene difícil porque Convergència se encuentra ahora cercada por las formaciones que siempre militaron en el independentismo, como ERC; y por la izquierda de Colau. Es posible que, sumido en su delirio, Mas aspire a ejercer algún tipo de papel institucional en la transición hacia un Estado catalán que la Generalitat aspira a culminar en los próximos meses. Es posible también que, ni siquiera su abrupta renuncia a presidir la Generalitat tras el veto de la CUP, le haya servido a Mas para entender que su tiempo político ha periclitado. Pero debería asimilarlo. Por el bien de Convergència y, sobre todo, por el bien de Cataluña.