JAVIER RUPÉREZ – EL MUNDO – 06/03/16
· En la medida en que UCD resumió su andadura en una mera peripecia instrumental, la democracia parlamentaria, surgida de la Constitución de 1978, quedaba coja tras la victoria socialista en 1982 si en la ciudadanía española no cuajaba una opción de centro–derecha que fuera capaz de convertirse en partido de Gobierno.
Y no es que la peripecia ucedea fuera anónima: bajo la dirección de Adolfo Suárez aquel partido hecho aprisa y con retazos variopintos fue determinante para garantizar el tránsito sin traumas de la dictadura a la democracia.
Pena fue que muchos de los barones ucedeos no llegaran a interiorizar el alcance histórico de su misión. Como lo fue el que urgencias varias –la Monarquía parlamentaria necesitaba del «paso por la izquierda» para consolidarse– convirtiera a la incipiente formación partidista en un recurso circunstancial, de aquellos que se tiran después de usar.
El resultado es conocido: huérfanas las huestes que hubieran querido encontrar acomodo democrático en el centro–derecha, el felipismo reinó sin otras nubes que las de sus propias tormentas durante 14 largos años. Pareciera como si la democracia española hubiera optado por un régimen de partido dominante, ajeno a la alternancia y apenas atento a la presencia de fraccionadas minorías.
La llegada del PP a La Moncloa de la mano de José María Aznar puso fin a la casi interminable sequía, dando viabilidad gubernamental a las aspiraciones políticas e ideológicas que una buena mitad del país pensaba condenadas a la irrelevancia. Y en un sentido más profundo restauró el equilibrio entre fuerzas políticas alternativas llamadas, según el espíritu constitucional, a representar los vaivenes de la opinión pública.
Fue la del 96 una victoria corta en números, trabajosa en su manejo y larga en resultados. La derecha democrática demostró gubernamental pericia, previsibilidad y acierto, hasta convertir el limitado resultado del 96 en la mayoría absoluta del 2000. Con ello quedaban disipados los interesados infundios que desde la izquierda se lanzaban sobre el lado opuesto del espectro, buscando su descalificación ideológica y social.
Y la del 96 fue la culminación de un largo y doloroso periodo de reconstrucción partidista para recoger y reordenar todas las tribus dispersas tras la debacle de la UCD. La victoria del 96 se comienza a gestar cuando en 1990 el PP, ya presidido por Aznar, es capaz de reunir bajo el mismo techo a demócratas cristianos, liberales, conservadores y otros especímenes de la derecha democrática, ofreciéndoles un cauce razonable para la convivencia, el trabajo en común y el éxito.
Sin esa voluntad previa de integración y concordia, difícil, o casi imposible, hubiera resultado que Aznar reemplazara a González. En algún sentido, y cuando tantas veces se intenta poner fechas a los comienzos y a los finales de la Transición, ése fue su vértice: cerrado el círculo de la alternancia, la democracia demostraba su funcionalidad dando cabida en términos rotatorios a las opciones que representaban en cada momento las sensibilidades de la ciudadanía. Fue un momento germinal para el centro–derecha español y también para la estabilidad democrática. Veinte años después ambas cosas merecen un recordatorio. Y ser adoptadas como lección.
Javier Rupérez es diplomático y ex diputado del Partido Popular.