ABC 10/08/16
LUIS VENTOSO
· Algunos portes extemporáneos dejan un reguero de preguntas
ERA el final de una tarde amable en un domingo del incierto verano londinense. Atravesamos Hyde Park de lado a lado, caminando con dos amigos españoles. «Esto no lo había visto jamás, y he pasado por aquí muchas veces», comentó uno. «Sí, llama la atención», añadió el otro. Exponían su sorpresa ante el hecho de que casi todas las personas en aquella inmensa pradera inglesa eran de aspecto árabe, familias y grupos de amigos, que pasaban la jornada dominical en la gran alfombra verde. Su procedencia se distinguía a lejos por los velos y túnicas negras de las mujeres, algunas solo con los ojos a la vista.
En octubre de 2001, Bush inició la invasión de Afganistán como venganza tras el apocalíptico atentado contra las Torres Gemelas, instigado por Bin Landen, un protegido de los talibanes. Bush no ocultó que estaba aplicando la ley del talión, pero trató de revestir su causa con más argumentos. Bautizó la operación como «Libertad duradera» y sus propagandistas hicieron hincapié en que se trataba de liberar a los afganos de la arcaica opresión de los talibanes. Como epítome del pisoteo de los derechos más básicos, los medios occidentales se llenaron de reportajes sobre la lacerante situación de las mujeres afganas, obligadas –o eso se decía– a vestir el burka, una jaula de tela que no les permitía mostrar el rostro. Hoy, quince años después, esa aberración medieval es una vestimenta frecuente en las calles de Londres y otras ciudades europeas.
Al día siguiente de Hyde Park entré en un supermercado, en una zona buena del centro. En un pasillo me crucé a una abuela –deducía su edad por sus andares fatigosos– que parecía salida de Batman, o del cortejo de Darth Vader: luto absoluto, manos enguantadas y bajo el gran velo, una máscara dorada tapando la nariz y el contorno de los ojos. Reconozco que me vino a la cabeza una pregunta que el buenismo considerará improcedente: ¿Cómo se puede andar por Londres, una de las tres urbes occidentales más pujantes del planeta, vestida en plan secta del siglo X?
Acto seguido, vi en el súper a una pareja de un prototipo que se repite. Él iba en bermudas, con un polo Hackett de logo notorio, visera de béisbol y una mariconera de estampado Louis Vuitton. Ella, con el niqab, la última moda del Medievo. A su lado, sus tres hijos. Los dos más pequeños, niño y niña, ataviados con ropa occidental moderna y cara. La hija mayor, de unos doce años, tocada con su primer velo.
Esos niños ya son europeos, viven y estudian aquí. Pero sus madres deambulan por Londres –o París, o Bruselas, o Madrid– en niqab ¿Se van a integrar con naturalidad en sus sociedades? ¿Resultará fluida la situación cuando sus profesores tengan que hablar con una madre enmascarada? ¿Qué mensaje late tras esas máscaras? ¿Qué la mujer es impura y no puede mostrar su rostro? ¿O qué es demasiado pura para los ojos impíos? Si el varón no tiene que salir enmascarado y ellas sí, es evidente que estamos ante una discriminación de la mujer ¿Cómo encaja esa práctica con los valores occidentales de igualdad de sexos, que tanto ha costado conquistar y que hoy consideramos elementales? ¿Por qué nuestro locuaz progresismo, siempre presto a alborotarse por ñoñerías, jamás denuncia esta situación? ¿Se comparten los valores occidentales en esos hogares que observan el niqab? ¿Apoyan la democracia y las libertades europeas… o las ven más bien como la degeneración de unas sociedades enfermas que habría que purificar?
No son preguntas extremistas. Es un debate que Europa debe plantearse, con sosiego y profundidad, y muy especialmente los más de 40 millones de musulmanes europeos.