Precisamente ha ocurrido en el Reino Unido. Donde Locke, Hume y Adam Smith. Contra Locke, un diario conservador tituló «Los jueces contra el pueblo» cuando los tribunales obligaron a que el Parlamento ratificara el Brexit; contra el empirismo, la fantasía del proteccionismo; y contra La riqueza de las naciones, el retraimiento comercial.
«El Reino Unido pierde el centro», titula The Economist. Corbyn por convicción y May por obligación han adoptado un discurso antiglobalización. El Estado ha vuelto. Votó el pueblo y se pronunció a favor de abandonar la UE. Los liberal-demócratas de Tim Farron defienden con la boca pequeña un Brexit blando, una salida airosa, no una enmienda al instinto popular.
Se declaran abiertos al mundo pero creen que su país está «mejor fuera de Europa». Su manifiesto dice una cosa y la contraria: reconoce los resultados del referéndum; que el mandato para negociar la salida es taxativo y la decisión final debe recaer –¡otra vez!– en el pueblo, no en los políticos –lo cual atropella la idea de representación–; o sea, los liberales además son reincidentes. Proponen un nuevo referéndum –más democracia directa y aturullamiento– para aprobar el acuerdo. La intención de Farron es seguir en el mercado único sin daños para su país (sic) y despejar la incertidumbre de los ciudadanos británicos y europeos sobre sus derechos. Farron toca el violín durante el hundimiento con tal de no generar rechazo ni suspicacias. En las Islas también confunden centro y equidistancia.
El anunciado pseudo-retorno de Blair para ordenar el caos ha pasado sin pena ni gloria aunque ha dejado una definición de blairismo para sus incondicionales: «Los valores son imperecederos, el método de aplicación debe cambiar con el tiempo». Reivindica en The New Yorker que la igualdad de oportunidades es su principio motriz e insiste en la virtud de la adaptación. Es un estacazo al errático y setentero Corbyn, que a la postre es la secreta y última esperanza de Mrs. Maybe.