• El descrédito que el Gobierno lanza sobre las Fuerzas de Seguridad es coherente con la ejecutoria del PSOE
Jon Juaristi-ABC

La isotopía se define como un fenómeno de atracción de todos los significados de un discurso a un mismo campo semántico, para darle homogeneidad. La isotopía de la izquierda, desde la irresistible ascensión de Rodríguez Zapatero, se inscribe en el campo semántico de la guerra civil, que Sánchez Castejón ha ampliado al del franquismo. La izquierda vive desde marzo de 2004 en plena isotopía delirante. Se trata, obviamente, de un trastorno paranoico, por muy compartido y normalizado que parezca.

La sesión parlamentaria del miércoles confirma tal diagnóstico. Cuando Sánchez Castejón explicó la destitución del coronel Pérez de los Cobos como una incidencia normal en la purga de la «policía patriótica» que había encomendado a Marlaska, estaba claro que empleaba la expresión entrecomillada para no decir directamente «policía política», que es, por cierto, la expresión que utilizan habitualmente los separatistas catalanes y vascos para referirse al Cuerpo Nacional de Policía y a la Guardia Civil. Se nota que al presidente le encantaría hablar de «policía política», pero no puede hacerlo porque eso implicaría que el Gobierno retiene en prisión a «presos políticos catalanes y vascos», y produciría, incluso en el caso de los sanchistas, que ya es decir, una grave disonancia cognitiva.

Por tal motivo, Sánchez Castejón se reprimió e intentó mitigar la isotopía, aunque era evidente que se moría por hablar de «policía política» e incluso de «Brigada Político Social», que es lo que Bildu, los independentistas catalanes y Unidas Podemos pretenden ver en las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado. Sánchez Castejón no puede hacerlo abiertamente, porque todavía hay quien recuerda (especialmente en Bildu) que el último intento de resucitar una policía política corrió a cargo del PSOE en los años ochenta, cuando Arzalluz decía (con razón) que para acercarse a los socialistas había que taparse las narices. Como ahora, por mucha mascarilla que circule en el Congreso.

Ahora bien, la Brigada Político Social del franquismo estuvo presente en la sesión parlamentaria del miércoles como una deixis en fantasma, gracias a la muy reciente gresca entre Iglesias Turrión y Álvarez de Toledo a propósito de la caracterización que esta hizo del padre del primero como «terrorista». Es evidente que el padre de Iglesias Turrión no fue un terrorista, aunque perteneciera al FRAP, organización que alentaba a sus militantes a asesinar policías (y a Santiago Carrillo si tuvieran ocasión de hacerlo). El padre de Iglesias Turrión nunca fue imputado por delitos de terrorismo. Por cierto, yo tampoco, aunque no ha faltado ahora, al hilo de la bronca, quien recordara que pertenecí a ETA en los años sesenta del siglo pasado. Es verdad. También lo es que en el PSOE, en Bildu y en el PNV hay montones de antiguos etarras, algunos condenados en su día por delitos más graves que los míos. Preocupados por mi salud, mis amigos del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo me enviaron el pasado domingo una copia, por ellos rescatada, de la sentencia del Tribunal de Orden Público que me condenaba, el 28 de febrero de 1973, a cuatro meses de arresto mayor (ya entonces cumplidos) por un delito de manifestación no pacífica, con la desternillante accesoria de «suspensión de derecho de sufragio». A eso se reduce mi historial delictivo.

No muy distinto del de Javier Iglesias Peláez, padre de Iglesias Turrión. Con todo, hay una diferencia importante entre ambos. Yo nunca he alardeado ante mis hijos (coetáneo el mayor de Iglesias Turrión) de haber contribuido a traer la democracia a España, ni les canté las alabanzas de ETA o del FRAP. Preferí contarles la verdad.