Javier Caraballo-El Confidencial
- Las costuras de la paciencia han empezado a saltar. Los aplausos de las ocho de la tarde y los altavoces con el ‘Resistiré’ ya no se repetirán si otra vez acabamos en un confinamiento
Las costuras de la paciencia han empezado a saltar. Los aplausos de las ocho de la tarde y los altavoces en las terrazas con el ‘Resistiré’ ya no se repetirán si otra vez, como puede ocurrir, acabamos en un confinamiento, aunque solo sea de fines de semana, que es lo que sucederá cuando, de nuevo, las restricciones perimetrales fracasen y hasta el toque de queda se muestre insuficiente para frenar la oleada de contagios.
Ya nada será como antes, porque el personal está cansado, agotado, y sobre esa corriente de hartazgo se ha encaramado la protesta gamberra organizada por grupos ultras, con lemas de libertad, dispuestos a encontrar la cerveza bajo los adoquines. Es, digamos, la ‘borroka botellona’, por recuperar la denominación de “los chicos de la gasolina”, como llamó aquel dirigente del PNV a los agitadores callejeros de la represión terrorista. El caso es que esta ‘lucha callejera’ nada tiene que ver con el hastío de tanta gente humilde desesperada por la pandemia que, simplemente, es consciente de que no podrá resistir otro confinamiento más.
Esto que ocurre en varias ciudades de España, al igual que ha pasado en otros países de Europa, el vandalismo nocturno de encapuchados con bengalas, que van quemando contenedores y pateando los escaparates de los comercios para robar zapatillas de deporte y monopatines, no es más que vandalismo callejero, que ya existía antes, y que ahora han parasitado la inquietud de tantos pequeños comerciantes, de trabajadores de hostelería o de currantes sin contrato que se buscan la vida todos los días, y el error más grave ahora es confundirlos a ambos.
Por eso, son sus equivalentes en política, los que en España practican una política gamberra, los únicos que están intentando aprovechar las animaladas para sacarles un rédito político o para azuzar y tensar más la crispación contra el Gobierno. Los niñatos de la ‘borroka botellona‘, de hecho, no tienen nada que ver con la pandemia de coronavirus en sí misma, porque se trata, en unos casos, de los movimientos ultra, de ideología ultra que, depende de dónde caigan, se tatúan una esvástica o un Che Guevara. A esos los vemos en los estadios de fútbol, con las mismas bengalas con las que ahora van ensuciando la palabra ‘libertad’ al pronunciarla. También los vemos en los botellones de calles y plazas de muchas ciudades, orinando en los portales, vomitando en las aceras, campando a sus anchas porque a los vecinos que llevan años protestando jamás se les ha prestado la atención que merecían.
Ese es el mundo heterogéneo de la ‘borroka botellona’ y, por eso, la Policía, cuando lo ha analizado, ha descartado que se trate de movimientos organizados porque, donde en una ciudad hay sujetos que se identifican con la extrema izquierda, en otra ciudad hacen lo mismo los de extrema derecha o los antisistema, aunque también los hay negacionistas de la existencia de una pandemia mundial y simples delincuentes y saqueadores.
Confundirlos, o mezclarlos, con los verdaderos puteados de la crisis es la última injusticia que les puede sobrevenir a quienes, por primera vez en sus vidas, esperan asustados las semanas de la Navidad. Fue a finales del verano cuando la Organización Mundial de la Salud (OMS) alertó de las consecuencias mentales de la pandemia en la población, y acuñó la expresión ‘fatiga emocional’ para definir lo que estaba pasando. Si la pandemia de coronavirus, como ya dijimos al principio, se comporta como esas bombas de racimo de las guerras, que se multiplican antes de estallar, la crisis mental ha sido la última en aparecer, después de la crisis sanitaria, la crisis social, la crisis económica y la crisis financiera.
Saben los colegios de expertos en salud mental, psicólogos, psiquiatras y neurólogos, que los efectos devastadores de este último ramalazo de la pandemia están aún por llegar, que los cálculos actuales de ansiedad generalizada en la sociedad se transformarán en severos problemas de trastornos mentales, incluso cuando el resto de las crisis asociadas al coronavirus comience a superarse. La angustia por contraer la enfermedad y la incertidumbre sobre cuándo veremos el control de esta plaga son los dos factores que han hecho tambalearse los cimientos de fortaleza que necesitamos para caminar por esta vida, cada mañana que nos levantamos y descorremos las cortinas de un nuevo día.
De la primera oleada de la pandemia, incluso después del verano, los trastornos de personas con problemas para conciliar el sueño, con arrebatos de ira, con episodios de ansiedad, con depresión o con estrés han aumentado, en muchos de esos casos, más de un 50% con respecto a lo ocurrido el pasado año. La salud mental ya suponía un gravísimo problema en España, absurdamente ignorado o despreciado, y con esta maldita pandemia puede acabar desbordándose. De modo que, para empezar, lo peor que podemos hacer es confundir la inquietud y la incertidumbre que se han apoderado de la sociedad con esas pandillas de ultras o vándalos de la ‘borroka botellona’. Que ni los comparen ni los confundan, que ya acarrean bastante sobre sus espaldas los puteados de la crisis para que, encima, los suplante una manada salvaje de ultras o de niñatos.