TOMAS DE LA QUADRA-SALCEDO-EL PAÍS

  • Las derivas que pueden debilitar la democracia empiezan mucho antes de sucesos como el vivido el 6 de enero en Washington. Hay que detectarlas para detenerlas a tiempo, también en Europa y en España

Había inquietantes señales de que algo podía acabar mal bajo la demagógica y populista presidencia de Trump. El asalto al Capitolio propiciada por el presidente ha desbordado los peores pronósticos. La pregunta pertinente es cuándo comenzó a incubarse la furia destructora y cómo fue posible. La pertinencia deriva de que también a este lado del Atlántico —y en el mundo en general— percibimos señales de que la democracia se enfrenta a dificultades de nuevo signo, desconocidas desde el final de la segunda guerra mundial.

Es necesaria una reflexión sobre lo que nos pasa y considerar actitudes, conductas y comportamientos que, aunque hoy todavía puedan parecer inocentes, no auguran nada bueno para el futuro si conducen a debilitar la democracia.

En la escena final de la película Vencedores o vencidos, el juez Janning (Burt Lancaster) —el único que con dignidad asume ante el tribunal de Núremberg sus culpas— ruega, ya en prisión, al presidente del Tribunal (Spencer Tracy) que acceda a visitarle en su celda, pues tiene algo importante que comunicarle. Necesita que al menos él —cuya sentencia condenatoria por los concretos actos le reconoce justa— supiera que su conducta le diferenciaba de los demás condenados, ya que desconocía aquellos horrores de los campos de concentración y exterminio, por lo que nunca supuso que el régimen nazi y sus excesos pudieran llegar a eso. La respuesta de Tracy es lapidaria: “Señor Janning, se llegó a eso la primera vez que usted condenó a muerte a un hombre sabiendo que era inocente”.

Salvando las enormes distancias, recordarlo nos sirve para alertarnos sobre la necesidad de detener desde sus comienzos determinadas derivas que pueden dañar gravemente a una democracia. Daño que en el caso de EE UU esperamos que pueda ser superado, pero que exige considerar dónde están las primeras causas de esa situación a la que, tampoco, nadie suponía que se podría llegar.

No podrán justificarse en el futuro hechos como los del 6 enero diciendo que no podía suponerse que las cosas fueran a llegar a eso. Siempre hay una primera vez, un primer paso que nos encamina al caos. Los sucesos del 6 de enero no serán los delitos del juez Janning (podrán serlo de otra naturaleza), pero el propósito aquí es resaltar la necesidad de atajar desde el principio conductas que acaben debilitando la democracia o provocando la polarización social y la violencia; de detectarlas a tiempo para no lamentarlas después. Esa detección afecta a nuestros amigos estadounidenses y, también, a todos los demócratas del mundo, especialmente a los europeos, pues aquí encontramos algunas de las mismas tendencias preocupantes.

La primera vez que se consintió llegar a eso, incluso sin saberlo, pudo ser cuando algunos asumieron como normal que la democracia se entendiese como un combate entre grupos incompatibles y como un método que solo sirve para determinar quién oprime a quién tras la victoria correspondiente; o cuando se admitió que el lenguaje diario sirviera para cavar conceptualmente trincheras entre unos y otros —nosotros y ellos, la derecha fascista y la izquierda roja— concibiendo al otro como el mal absoluto con el que no se puede ni hablar. O cuando cualquier trato se empezó a considerar como una traición y una apostasía de la única verdad de la que cada uno se considera portador y a la que se consagra.

Ha habido muchas primeras veces en EE UU, pero también en Europa y en España, en que no se ha pensado que determinadas conductas o concepciones podían llegar a debilitar la democracia. Tal vez porque se supone que todo lo que no es delito o tiene el amparo de algún derecho o libertad puede hacerse, sin considerar que, más allá de lo que sea delito, está una ética y una moral democrática que, de la misma forma que la ética —sea laica o religiosa— nos obliga más allá del Código penal.

Hubo una primera vez, también, en EE UU cuando se dejó que Trump pusiera en peligro la defensa de Ucrania porque su presidente no accedió a satisfacer sus intereses personales. O cuando aseguraba, tras la marcha violenta en Charlotesville en 2017, que había “buena gente en los dos lados” cubriendo a los neonazis; o cuando desoía las advertencias del FBI sobre los peligros de la extrema derecha supremacista; o cuando… para qué seguir. Pero de esa conducta el único responsable no fue él. También lo fueron los medios afines que lo jaleaban o las empresas que hacían lo mismo ayudando a la polarización.

Tal tipo de prácticas no son ajenas a Europa ni a España. La democracia la conciben aquí algunos como un hecho de la naturaleza que nadie puede destruir. Sin embargo, no es indestructible; es el más resistente de los sistemas, pero si lo cuidamos. Y algunos parecen esforzarse en debilitarlo, aunque es probable que sin darse cuenta. No podrá admitírseles que un día quieran justificarse alegando que no sospechaban que pudiera llegarse a eso; o que es responsabilidad de los demás el llegar tan lejos, pese a que quien así se justifique se haya afanado previamente en socavar los cimientos de la democracia misma.

La primera vez que, inconscientemente, se empezó por algunos (políticos, medios u organizaciones sociales) a poner las bases para llegar a eso fue al describir y configurar a los partidarios de unas u otras posiciones como tribus enemigas a las que demonizar y en cuanto fuera posible exterminar; o la primera vez que se utilizó el recurso de hacer con ligereza los peores juicios de intenciones del adversario político sin contraste alguno con la realidad, sino simplemente porque eso ayudaba a diferenciar a unos de otros aunque fuera sacrificando los hechos. O la primera vez que se calificó de malos catalanes a quienes no fueran independentistas o se defendió despreciar las reglas del estatuto para aprobar leyes o modificar el estatuto o la Constitución. O la primera vez que responsables políticos no tuvieron empacho en expresar alabanzas de la dictadura; o en justificar manifestaciones junto al Congreso porque no nos representan; o cuando algunos diputados animaron a manifestantes de fuerzas y cuerpos de seguridad que llegaban hasta las puertas del Congreso; o en justificar los escraches domiciliarios. O la primera vez que se menospreció una Constitución o transición que consiguió un consenso jamás logrado en este país; Constitución que es el cimiento más firme sobre el que construir el futuro, siempre con respeto al sistema de perfección y reforma que permite.

Tomemos nota de las primeras conductas que, sospechándolo o no, pueden debilitar la democracia. Ésta debe encauzar conflictos inevitables y hacerlo observando las reglas del pluralismo, la mayoría y el respeto a la minoría y a los derechos y libertades; observando la Constitución y su espíritu: el de una democracia deliberativa. Deliberar con los demás y escucharles no es un trámite engorroso a soportar, sino una profunda obligación moral y constitucional de esforzarse en comprender las razones del otro y atenderlas hasta donde sea posible, dentro del legítimo pluralismo que justifica políticas diferenciadas. Obligación moral derivada de la Constitución o ética constitucional y democrática que es garantía de una democracia sólida y plural, cuando nos hace ver al otro, no como un obstáculo a soportar, sino como una pieza indispensable del sistema democrático que lo deja abierto al futuro y a la esperanza de todos.

Tomás de la Quadra-Salcedo Fernández del Castillo es catedrático emérito de Derecho Administrativo de la Universidad Carlos III y exministro de Justicia.