SAMI NAÏR-EL PAÍS

  • El personaje, ahora vencido por sus obstinados despropósitos y la resiliencia de las instituciones democráticas, dejará en breve las luces de la escena; pero la desestabilización encarnada y trabada por él sobrevivirá

Quizás el mejor acercamiento al fenómeno Trump, y a su legado en el vocabulario político, no se halle en la persona concreta, sino en una corriente, un hilo transversal anejo a todo sistema político, en especial, al imperfecto sistema democrático: una tendencia neurótica-fascista siempre latente en las democracias, que puede brotar en condiciones propicias o mantenerse escondida colectivamente en situaciones de respiración normal del vínculo social. Una corriente que se pone de relieve, por ejemplo, más allá de la proliferación de los partidos de extrema derecha, en nostálgicos militares protogolpistas, en el comportamiento arbitrario de algunas fuerzas policiales, en el aliento del odio ácido contra el otro dentro de la sociedad civil, etc. Factores e idearios que hacen, a su vez, posible ver emerger una figura trumpista dentro del espectro político. “Vamos al Capitolio y estaré con vosotros”, proclamó airado el todavía presidente a viva voz el día 6, dirigiéndose a partidarios fanatizados para impedir el reconocimiento del vencedor de las elecciones más democráticas de la historia de EE UU. Y hubo violencia, y muertos.

El personaje, ahora vencido por sus obstinados despropósitos y la resiliencia de las instituciones democráticas, dejará en breve las luces de la escena; pero la desestabilización encarnada y trabada por él sobrevivirá. Son millones los creyentes de la salvación trumpista —sin contar con un partido republicano corresponsable de un comportamiento criminal perturbador del orden constitucional— en un mundo que sigue hostigado por las desigualdades, la ausencia de esperanza social, la rabia legítima de los excluidos y marginados. El trumpismo no es solo un movimiento político de un fanático multimillonario y experto en comunicación desinhibida por redes sociales. Es, ante todo, el fruto de una cosmovisión latente, lista para ser manipulada y encumbrada, que embarca todas las frustraciones albergadas en democracias enfermas. Desaparece el payaso, queda su huella.