Un siglo después de su invento, el artefacto ideológico y sentimental de los hermanos Arana ha trascendido los límites de la quimera; sus seguidores han conseguido una mutación extraordinaria: convertir la ensoñación en realidad; una rentable realidad. Un mundo que crece gota a gota en entregados adeptos e inquebrantables adhesiones.
Un irónico y avispado amigo me hacía el otro día la siguiente comparación y reflexión, que sin duda a Kafka habría encantado. Como tantas otras cosas, nunca se me había ocurrido.
Tolkien inventó países enteros, geografías y razas en su famosa obra ‘El señor de los anillos’; Borges, en su admirable cuento ‘Tlön, Uqbar, Orbis Tertius’, creó un mundo completo, con su propia historia y religiones, cuya existencia reside en las páginas de una enciclopedia y que se filtra inquietantemente en la realidad. En ambos casos, los brillantes resultados son entelequias literarias que pertenecen al territorio de la ficción, al género fantástico, y tienen ahí su espacio y su límite, no se permeabilizan en el mundo real.
La ejecución de la doctrina de Sabino y Luis Arana, que inventaron el nacionalismo vasco en las postrimerías del siglo XIX, excede y traspasa los límites de la maquinación literaria y se ha materializado en el mundo, en la realidad.
Los hermanos Arana acotaron un país, Euzkadi -como se escribía entonces-, para el que inventaron una bandera, patronímicos y un pasado ancestral de Arcadia feliz consciente de ser una nación independiente.
Sospecho que la fértil imaginación de los hermanos Arana pudo verse abonada por la profesión de Luis, que era boticario y tenía una farmacia, paradójicamente en la plaza de España de Bilbao. Tal vez el láudano, el opio o la cocaína quirúrgica tuvieron que ver con el parto mental de la nación vasca.
El país imaginado por los hermanos Arana, aunque tiene un territorio pequeño, ha llegado mucho más lejos que sus homólogos, planetarios pero de papel. Un siglo después de su invento, el artefacto ideológico y sentimental de los hermanos Arana ha trascendido los límites de la quimera; sus seguidores han conseguido una mutación extraordinaria: convertir la ensoñación en realidad; una rentable realidad. Un mundo que crece, no geográficamente, pero sí gota a gota en entregados adeptos e inquebrantables adhesiones. No deja de resultar chocante.
Juan Bas, EL CORREO, 11/7/2005