Pedro J. Ramírez-El Español
El jueves de la semana pasada, 4 de agosto, tuvo lugar en la Sala de Mapas de la primera planta de la Casa Blanca una de las más inusuales reuniones en sus 230 años de existencia. Tanto por la ambición de su contenido como por los paradójicos límites de su formato.
El presidente Biden había invitado a algunos de los más respetados especialistas en historia contemporánea para escuchar sus opiniones sobre el estado de salud de la democracia, tanto en Estados Unidos como en el mundo en general. Iba a ser un encuentro privado de altísimo interés, al estilo de aquellas mesas redondas del Camelot de JFK con “los mejores y los más brillantes”. Con lo que no podía contar el presidente al realizar la convocatoria es con que ese día el enfermo, o al menos el convaleciente, sería él.
Biden ya estaba asintomático, pero aún daba positivo por COVID. Ante la disyuntiva de suspender el encuentro o incumplir los protocolos contra la pandemia, el presidente optó por conectarse a la reunión desde una pantalla de la Sala del Tratado, situada dos pisos más arriba en su residencia privada.
Si uno de los asistentes resumió el tono de las dos horas que duró la sesión como propio de un “diálogo socrático”, habrá que convenir que fue el primero de carácter telemático de la historia. Y, en función de lo que luego trascendió, también uno de los más alarmantes, pues aquella jaula de plasma desde la que Biden escuchó, tan cerca y tan lejos, la descripción de un panorama desolador, era todo un símbolo de la impotencia del poder.
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La media docena de invitados incluía a personalidades como Michael Beschloss, autor de los principales libros del último medio siglo sobre la presidencia norteamericana, Anne Applebaum, historiadora del Gulag y autora del Crepúsculo de la democracia sobre el alarmante auge de la extrema derecha en Europa, Vox incluida, o el eminente profesor de Princeton Sean Wilentz, especialista en el florecimiento de los Estados Unidos en el periodo que media entre Jefferson y Lincoln.
El diagnóstico unánime, compartido con algunos de los más cercanos asesores de Biden, fue -según The Washington Post– que “vivimos uno de los momentos más peligrosos de la historia moderna para las instituciones democráticas”. Y el mejor baremo de la magnitud de la acechanza fueron los dos antecedentes invocados durante la reunión.
¿Vuelve a ser Estados Unidos esa ‘casa dividida en su interior’ en la que la propia democracia, fruto de su venerada Constitución, puede ser destruida desde dentro?
El más cercano fue el “momento” en que Roosevelt tuvo que emplearse a fondo en 1940 para atajar la poderosa corriente de simpatía por el fascismo y el nazismo, canalizada en la sociedad norteamericana por figuras tan populares como Lindbergh, el predicador radiofónico Charles Coughlin o el senador Huey Long.
Pero el más decisivo fue el “momento” en que Lincoln tuvo que recurrir a las armas en 1861 para zanjar la incompatibilidad de los modelos de sociedad entre los estados del Norte y los del Sur porque, según su máxima más célebre, “una casa dividida en su interior no puede prevalecer”.
¿Vuelve a ser Estados Unidos esa “casa dividida en su interior” en la que la propia democracia, fruto de su venerada Constitución, puede ser destruida desde dentro?
Tras el violento asalto al Capitolio del 6 de enero de 2021 esa pregunta planea sobre la nación entera como los imaginarios nubarrones de aquella película de Otto Preminger titulada en castellano Tempestad sobre Washington. Y como si se tratara de su aparato eléctrico, es el amedrentador tupé rubio de Donald Trump el que recurrentemente emerge como un relámpago que convierte en pavor la oscuridad.
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En las horas que siguieron este martes al registro por el FBI de la mansión veraniega de Trump en Mar-a-Lago la palabra maldita afloró una y otra vez con agresiva truculencia en todos los sumideros de la extrema derecha. “Mañana empieza la guerra”, tuiteó el comentarista ultra Steven Crowder a sus casi dos millones de seguidores. “Esto es la guerra”, proclamó una cuenta de Telegram vinculada al exasesor de Trump e ideólogo ultra Steve Bannon. “Estamos en guerra”, corroboró Joe Kent, uno de los candidatos al Congreso respaldados por Trump. “Esta es la colina en la que tenemos que morir”, dramatizó la exalto cargo del Tesoro Monica Crowley.
Sólo un tal Ricky Shiffer, activo seguidor de la red social de Trump, trató de pasar, ciego de ira, de las palabras a los hechos y fue abatido al intentar irrumpir armado en la oficina del FBI en Cincinatti. Pero el alud de amenazas y denuestos contra la investigación federal dividió a los portavoces republicanos entre quienes la compararon con la Gestapo y quienes lo hicieron con la Stasi. El juez que autorizó el registro recibió entretanto amenazas antisemitas que pronto se extendieron a su sinagoga.
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Cuando el propio Trump comenzó a tronar, acusando al FBI de fabricar pruebas falsas, el Fiscal General Merrick Garland se sintió obligado a realizar el jueves una inusual comparecencia en defensa del Estado de derecho y la neutralidad de labor policial, en la que pidió que se levantara el secreto sobre la motivación de la orden.
Al margen de que Trump conservara ilegalmente en su poder documentos clasificados como “alto secreto” que pudieran afectar incluso a la seguridad nuclear, lo que estamos viviendo no es sino un nuevo ejemplo de cómo este déspota megalómano y mentiroso compulsivo trata de beneficiarse de la aplicación de la ley del embudo -muy ancho para él, muy estrecho para los demás- en sus relaciones con la Justicia.
Recomiendo vivamente la miniserie La Ley de Comey (puede verse en Movistar+) como marco de referencia de lo que acabo de escribir. Reconstruye la peripecia del anterior director del FBI, James Comey, nombrado por Obama y destituido por Trump, cuando se negó a jurarle “lealtad” incondicional. Precisamente Comey se vio obligado a investigar algo muy similar a lo que está ahora sobre la mesa -la negligencia de Hillary Clinton al enviar información clasificada a través de una cuenta de correo personal-, jugando un involuntario papel clave en la victoria de Trump.
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George Will -el mejor columnista conservador de varias décadas- contraponía anteayer, a propósito del registro de Mar-a-Lago, el sentido de la prudencia política al absolutismo de la ley que pide “que se haga justicia, aunque se hundan los cielos”. En ese dilema de suma negativa sucumbió James Comey al dar por dos veces publicidad a la investigación sobre Hillary, a sabiendas de que iba a desembocar en nada. Fue tal su obsesión por demostrar que la exsecretaria de Estado y candidata del partido gobernante no recibía ningún trato de favor que terminó perjudicándola gravemente.
Lo significativo es que este mismo Donald Trump que azuzaba en sus mítines a los energúmenos que coreaban “¡Metedla en la cárcel! ¡Metedla en la cárcel!” y reprochó a Comey que no presentara cargos contra Hillary, ahora se rasgue las vestiduras porque el FBI le trate con el mismo rasero e insulte a los agentes federales de forma mimética a como lo hacía Nixon.
Ese apego a la ley del más fuerte posiblemente esté en la base de la fascinación que este individuo ejerce sobre esa América cruel que se aferra al derecho a portar y utilizar armas de fuego
Fue ese mismo sentido instrumental de la policía y la justicia, concebida como una maquinaria al servicio discrecional de su poder, el que quedó de manifiesto cuando echó a Comey por negarse a exonerarle públicamente en la investigación sobre la manipulación rusa para ayudarle a ganar las elecciones.
Qué significativos resultan por cierto sus lazos con el Kremlin, sus elogios a Putin y sus exabruptos sobre Ucrania, documentados en esa miniserie, desde la perspectiva actual. Es obvio que, frente a la globalización, Trump opone la cantonalización de las relaciones internacionales, de forma que cada hombre fuerte -llámese Putin, Erdogan, Orban, Xi o por supuesto Trump- pueda ejercer el poder sin restricciones en su territorio y área de influencia, al modo de los tiranos del mundo helenístico.
Ese apego a la ley del más fuerte posiblemente esté en la base de la fascinación que este individuo ejerce sobre esa América cruel que se aferra al derecho a portar y utilizar armas de fuego, mirando impasible para otro lado cada vez que una masacre deja un reguero de cadáveres de niños en una escuela. Es el correlato de ese capitalismo de magnates ladrones que actúan como si ninguna norma fuera con ellos, en el que tanto han prosperado Trump y sus homólogos rusos.
Qué obsceno espectáculo el de este miércoles en la Fiscalía de Nueva York viendo a este individuo acogerse doscientas veces a su derecho a no declarar sobre sus presuntos negocios fraudulentos y trampas fiscales, después de haberle oído repetir que “si eres inocente, no te acoges a la Quinta Enmienda”. De nuevo la ley del embudo.
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A medida que se acercan las elecciones legislativas de noviembre, con los candidatos avalados por Trump ganando la mayor parte de las primarias republicanas, se intensifica en la sociedad norteamericana la pesadilla de que en 2024 pueda protagonizar un nuevo intento de asalto a la Casa Blanca, en el doble sentido de la palabra. Con el agravante de que, si consiguiera su propósito, sería el Trump de la venganza, el ajuste de cuentas y la consagración de la flagrante mentira como verdad oficial el que volvería a Washington.
El fanatismo impermeable con que sus seguidores insisten contra toda evidencia en que Biden le robó las elecciones de 2020, la patente estrategia de ir colocando incondicionales en puestos clave de la maquinaria de los estados de cara al próximo recuento y la propia debilidad del liderazgo demócrata con un Biden achacoso y una Kamala Harris desaparecida en combate, están encendiendo todas las alarmas.
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No sólo de los progresistas, sino también de los moderados e incluso de conservadores republicanos que, como Dick y Liz Cheney o el exvicepresidente Pence, luchan hasta la inmolación por mantener las esencias de su Great Old Party.
Es muy significativo el alejamiento de la propia Fox News de las posiciones y actitudes de Trump. Tal y como pone de relieve el próximo libro de su yerno Jareed Kushner, la negativa de Murdoch a secundar la manipulación de la noche electoral en el recuento de Arizona marcó un antes y un después en sus relaciones con Trump. Para satisfacción, por cierto -y esto es de mi cosecha- del consejero independiente de News Corp José María Aznar.
De la consistencia de las pruebas dependerá que quede convertido en el promotor de un golpe de Estado o salga fortalecido como ocurrió en sus dos intentos de destitución mediante impeachment
En el actual contexto de crispación, puesto de relieve esta semana, la acción de la justicia es percibida como la gran esperanza para acreditar por fin la verdadera catadura de Trump, pero también como un arma de doble filo. Además de la investigación civil sobre sus negocios y de este sumario abierto por la retención de documentación clasificada, Trump deberá afrontar las derivadas penales de su conducta del 6 de enero y de su intento de impulsar falsas demandas sobre el resultado electoral en Georgia.
Tras el enorme impacto causado por las audiencias públicas del Comité de Investigación del Congreso, en las que numerosos testigos, algunos de ellos vinculados a la administración republicana, subrayaron la connivencia entre Trump y los asaltantes del Capitolio, la Fiscalía lleva varias semanas enviando citaciones, practicando diligencias y realizando interrogatorios en presencia de un Gran Jurado.
Si todo ello desemboca en una acusación formal contra Trump, habrá llegado la hora de la verdad, pues de la consistencia de las pruebas dependerá que quede convertido en el promotor de un golpe de Estado con su consiguiente horizonte penal o salga fortalecido como ocurrió en sus dos intentos de destitución mediante impeachment.
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El verdadero problema de fondo es que, en 2020, después de haberle visto gobernar durante cuatro años, 74 millones de norteamericanos, 11 millones más que en 2016, votaron por Donald Trump y no parece que la mayoría de ellos esté cambiando de opinión sobre él. Como dice George Will, “esto puede ser deplorado, pero no ignorado”.
Ningún ejercicio de lucidez en la percepción de que la batalla decisiva es la de la opinión pública, minada por el basurero de las redes sociales, puede, sin embargo, hacer abdicar a quienes encarnan las instituciones de su responsabilidad en perseguir los delitos de los poderosos. Porque todas las conductas de los cargos públicos, por acción u omisión, tienen consecuencias en las vidas de los demás.
Como si la naturaleza quisiera completar la alegoría, el propio 4 de agosto, mientras Biden desarrollaba su “diálogo socrático” por plasma con el panel de historiadores reunido dos pisos más abajo, una gran tormenta se desató sobre Washington y un rayo mató a un matrimonio que celebraba su 56 aniversario de boda y a otro transeunte bajo un árbol en Lafayette Square, justo al otro lado de la calle, a unos cientos de metros de la Casa Blanca.
¿Qué hacer sino abrazarnos al único modelo político que facilita nuestra convivencia en libertad y ha demostrado ser capaz de gestionar todas las situaciones límite?
El presidente fue informado de inmediato. Ni siquiera ese paréntesis deliberativo de altos vuelos sobre el futuro del mundo occidental pudo quedar desvinculado de la tan cruda como fortuita realidad de la frágil condición humana, inerme ante la intemperie.
Con el “ogro” del fuego devastando nuestros bosques, las temperaturas alcanzando límites insalubres, los glaciares derritiéndose y los caballos del apocalipsis de la guerra, el hambre, las pandemias y la muerte relinchando otra vez como su fueran a reanudar su galope desaforado, las actuales generaciones nunca habíamos tenido tanta conciencia como ahora de lo peligroso que es el mundo en el que vivimos.
¿Qué hacer sino abrazarnos a los “mejores ángeles” -que diría Steven Pinker– de una civilización basada en la dignidad humana, y confiar sin ambages -a terribles males, sublimes remedios- en el único modelo político que facilita nuestra convivencia en libertad y ha demostrado ser capaz de gestionar todas las situaciones límite?
Es una respuesta cerrada que no admite medias tintas. Porque como acaba de decir el propio Biden, “o se está con la democracia, o se está con la insurrección”. Y como ha repetido Liz Cheney, al subir las escaleras del cadalso de las primarias de Wyoming en el que será decapitada el martes, “no es posible abandonar la verdad y seguir siendo un país libre”. Allí como aquí.