Josep Martí Blanch-El Confidencial
- Las medidas impulsadas por el presidente del Gobierno rescatan a personas concretas, pero no a Cataluña, que no limita sus variadísimos intereses a los de unos cuantos de sus ciudadanos, por relevantes que estos sean
El domingo, en Barcelona, Pedro Sánchez defendió la bondad de la reforma del Código Penal pactada con ERC —sedición y malversación— por la necesidad de rescatar a Cataluña de los juzgados y devolverla al terreno de la política. Dijo también estar dispuesto a asumir los riesgos muy elevados que ello comporta, porque, en su opinión, lo que él propone es el único camino que resulta transitable para alcanzar ese objetivo. Para avalar su manera de hacer, el presidente español echó mano del consabido argumento que afirma que Cataluña está mucho mejor ahora que en 2017 desde el punto de vista político; lo que es a todas luces una verdad que difícilmente puede cuestionarse.
Sabido es por la experiencia que Pedro Sánchez cree en una cosa, en su contraria y también en la del medio. Así que no hay que tomarse muy en serio al presidente cuando afirma que solo existe un camino posible. En política, siempre hay que entender más bien que esa es la única vía que él está en condiciones de acometer a raíz de la aritmética parlamentaria del Congreso de los Diputados y los acuerdos adoptados con las fuerzas políticas que le brindan su apoyo, particularmente ERC.
Más allá de todos los análisis sobre la justicia, bondad, proporcionalidad, oportunidad y maneras de la reforma, sobre todo las consecuencias siempre negativas de utilizar el Código Penal como un trapo de cocina para limpiar al antojo de quien lo usa para hacer frente a cualquier estropicio político, lo cierto es que Sánchez se equivoca cuando dice que eso supone el rescate de Cataluña para devolverla al pacto constitucional y a la aceptación de la autonomía actual como forma de autogobierno. Las medidas impulsadas por el presidente del Gobierno rescatan a personas concretas —juzgadas o pendientes de juicio—, pero no a Cataluña que, como cualquier territorio, no limita sus variadísimos intereses a los de unos cuantos de sus ciudadanos, por relevantes que estos sean, llámense Oriol Junqueras o Carles Puigdemont.
Los altavoces de la Moncloa insisten en que no pueden echarse por el sumidero los avances políticos de los últimos años en la desinflamación del conflicto, asumiendo de esta manera la necesidad de evitar penas de cárcel efectivas para una nueva remesa de políticos catalanes de segundo orden que van a ser juzgados en el Tribunal Superior de Justicia de Barcelona por el referéndum del 1-O. Es cierto que una condena por malversación a un nuevo pack de imputados que supusiese su ingreso en prisión elevaría de nuevo la temperatura social. Pero no crean que mucho. Y en todo caso nada que ver con los niveles de tensión que se vivieron cuando la sentencia del Supremo para con los líderes de primera fila. No habría una gran contestación ciudadana organizada. No en estos momentos, porque la capacidad de movilización del independentismo está bajo mínimos.
En cambio, lo que sí resultaría imposible es el mantenimiento de la línea de colaboración entre ERC y el PSOE, amén de provocar un endurecimiento del discurso de los republicanos, puesto que habrían fracasado ante su electorado con la estrategia de la negociación con el Estado. Y como la alianza entre ERC y PSOE se pretende a largo plazo, pues resulta beneficiosa para ambos partidos tanto en este escenario como en los futuros, hay que evitar que una piedra de tal tamaño ciegue ese camino.
La respuesta jurídica del Estado al desafío independentista —excesiva para muchos en Cataluña, demasiado generosa e indulgente para otros— lo que sí consiguió es mostrar las vergüenzas del soberanismo político. Visualizó, casi pornográficamente, que nadie en el independentismo estaba —ni está— dispuesto a asumir la factura penal que siempre acompañará forzosamente un intento de secesión. De ese infantilismo político —jugar a hacer cosas, pero sin querer asumir las consecuencias— nació la estrategia de defensa de los condenados ante el TS. Se resumía en algo que asemejaba un jeroglífico: dijimos y decimos que lo hicimos, pero en realidad no lo hicimos.
Fue una defensa nada heroica. Y es coherente con la estrategia que desde ese día guía al independentismo: eliminar los costes penales de sus decisiones del pasado. De haber ido a por todas, tanto ERC como JxCAT hubiesen tenido que finiquitar a sus líderes políticos —caídos en combate, en términos bélicos— y su testigo tomado como en una carrera de relevos por otros individuos decididos a imponer estrategias duras, sin importarles los intereses de los que huyeron al extranjero o ingresaron en prisión. Nada de eso pasó. Los independentistas se han comportado desde entonces como si hubiesen gastado una broma de mal gusto en 2017 y han subsumido toda su acción política a conseguir que el castigo penal a sus líderes sea el que corresponde a una chanza de mal gusto y no a la de un severo desafío anticonstitucional practicado desde las instituciones.
La incapacidad del independentismo para asumir el precio de sus acciones fue —y sigue siendo— la mejor noticia para el entramado constitucional español. Por eso al segundo le bastaron unas condenas para resquebrajarlo y hacerlo virar en sus objetivo. Un movimiento soberanista que de verdad creyese lo que predicaba hubiese optado por dejar a los presos pudriéndose entre rejas antes que aceptar la rebaja de cualquier planteamiento político a cambio de mejoras en las penas.
En el momento en que salvar a Oriol Junqueras y a los encarcelados, además de propiciar el futuro retorno de los que marcharon al extranjero, pasó a ser la prioridad, el Estado ganó definitivamente la partida. Se evitaba discutir sobre cuestiones políticas de fondo y todo quedaba reducido a la gestión de asuntos personales, como en una dirección de recursos humanos. Una ganga. Aunque se entiende perfectamente que a día de hoy siga costando verlo así. La reforma de la malversación es una píldora difícil de tragar. Incluso, no se sorprendan, entre los propios nacionalistas catalanes.
En el momento de poner el punto al texto, ERC ha hecho público el tipo de referéndum que quiere llevar a la mesa de negociación con el Estado y que aprobará en la ponencia política de su congreso nacional: mínimo de 50% de participación del censo de mayores de 16 años y un 55% de votos favorables a la independencia para que esta opción sea declarada vencedora. Sin fechas ni plazos de negociación. Un placebo para sus seguidores y votantes más decepcionados. Una vuelta a empezar con el cuento de la lechera. Pero aun siendo una boutade, dificulta todavía más a Pedro Sánchez la justificación de sus últimas decisiones.