La distribución de la venganza

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • Los Seisdedos morirían por su inconsciente ética kantiana, pero Azaña cayó por aplastarla

Hubo una España desvalida y ágrafa que tomó la República como ajuste de cuentas. Y otra culta que también. En las aldeas la llamaban La Repartidora. A través de las lentes del estudioso intemporal, bajo su lamparita verde de biblioteca, el mote era timbre de orgullo para el régimen, demostraba que las clases más populares habían entendido en esencia la redistribución de la riqueza. Encierra a doscientos especialistas en Derecho Tributario con otros doscientos economistas para que hagan las cuentas y es posible que a los tres días de animada discusión todavía no se hayan planteado el porqué de lo suyo. ¿Redistribución por qué?

De ahí el júbilo que sentimos cuando pensamos en aquel puro pueblo, en su más sana y llana expresión, aleccionando a los expertos: redistribución porque es lo justo, ved mi estado. Y nos ponemos tan contentos que si formáramos un corro nos elevaríamos por los aires como en aquel cuentecillo de Kafka. He ahí la justicia inmanente de Azaña –dijo un aguafiestas en el Consejo de Ministros, mayo del 31, mientras ardían las iglesias de Madrid. He ahí el imperativo categórico de los Seisdedos de Casas Viejas, me digo yo sumergido en la realidad virtual mientras veo llamear la choza. Los Seisdedos morirían por su inconsciente ética kantiana, pero Azaña cayó por aplastarla, dependiendo en el futuro su carrera de la generosidad de su amigo Prieto: Hazme un hueco en la lista, Inda. Que yo me aprieto, Prieto.

El problema con La Repartidora es que nuestro estudioso ha interpretado lo que ya traía en la cabeza, no lo que una España sin nada que perder realmente cogitaba: un desquite formidable, una corrección del destino que si a algo no atendería es, precisamente, a justicias inmanentes o imperativos categóricos. Qué cojones. Fue soltar a las bestias, o a una bestia múltiple con solo un par de ojos inyectados en sangre. Y esa sola bestia multiplicada no veía en La Repartidora una Agencia Tributaria a lo Montoro o a lo Montero. Veía la ocasión de vengar atávicos agravios familiares, lides por las lindes, un abuelo que miró mal a otro abuelo, enconamientos cuyo origen se había extraviado en el pozo de los siglos. Generalmente envidia, ese motor de la historia que Marx llamó lucha de clases.

«Ya vendrá La Repartidora quería decir: cuando menos te lo esperes entrarán en tu casa porque yo les habré advertido sobre ti. Quizá cargue un poco las tintas, pero esto hay que arreglarlo de una vez por todas, y para eso debes desaparecer. A paseo» –que diría Alberti, habría añadido el delator de falsedades, o de medias verdades, si hubiera leído ‘Marinero en tierra’ para saber de quién hablaba, y ‘El Mono Azul’, para enterarse de que ser un canalla era compatible con la alta inspiración: «Clavel de espuma y nácar de los mares / y arena de los puertos submarinos». Y las atrocidades del otro bando, ¿qué? Eso mismo os pregunto yo.