JOSÉ LUIS ZUBIZARRETA-EL CORREO

  • Muchas pretenciosas polémicas, además de estériles, distraen a la política y la opinión pública de ocuparse de los asuntos que más afectan a la vida del ciudadano

Erráticas son y estériles acaban siendo muchas de las polémicas que se suscitan en la política del país. Me refiero aquí, de modo especial, a dos de las más acaloradas que amenazan con instaurarse en el espacio público: la relativa al rey emérito a raíz de su fugaz paso por España y la que amaga con crearse en torno a las conversaciones del excomisario Villarejo que se han exhumado del fango del pasado. Ambas coinciden tanto en la proclamada pretensión de depurar la vida pública como en el objetivo real de obtener ventajas estrictamente electorales.

En la que atañe al rey emérito, resulta más que evidente que la finalidad que dice perseguir de reformular la inviolabilidad del monarca y someterlo a una investigación parlamentaria es, al margen de su procedencia, a todas luces imposible de alcanzar. La correlación de fuerzas es hoy la que es y la postura de los partidos, sobre estos puntos, inamovible. Sabido esto, sólo cabe sospechar que lo que de verdad se persigue es que las fuerzas se retraten en sus adhesiones monárquicas o republicanas para provocar un determinado efecto electoral. El más dañado resultaría, en este caso, el PSOE, que, aun siendo de querencia republicana, se halla, a causa del consenso constitucional de la Transición, firmemente comprometido con la monarquía parlamentaria. Pero la polémica discurrirá errática y estéril respecto de la finalidad declarada. La inviolabilidad seguirá expuesta a las diversas interpretaciones -restrictiva o expansiva- y la comisión parlamentaria caerá en el olvido sin convocarse. En cuanto al efecto electoral, será incierto y arriesgado.

Algo parecido le ocurrirá a la exhumación de las conversaciones del excomisario Villarejo. Aparte de resultar repetitivas y aburridas, y estar desacreditadas de antemano por la dudosa calaña del protagonista, será casi imposible encontrar en ellas algo que vaya más allá de un obsceno chismorreo difícilmente perseguible en Justicia. Vuelve a ser, una vez más, otro episodio de incierto y arriesgado interés electoral, que, en este caso, trataría de contrarrestar el repunte que el PP parece haber experimentado con el cambio en su presidencia y la templanza del nuevo discurso. Pero, con más razón aún que en el caso del monarca, la operación podría tener, como las armas de fuego, efecto retroceso y consecuencias contrarias a las deseadas. No sería la primera vez que ocurre. Cerca están las elecciones andaluzas para demostrarlo. Cuando el acoso se torna ensañamiento, sus efectos resultan imprevisibles.

Sin embargo, con ser esto grave, no es lo peor que polémicas erráticas y estériles como las citadas pueden causar. Uno de sus efectos más perniciosos es, de hecho, que distraen a la opinión pública de otros asuntos más relevantes que se dirimen en la vida política del país. Ahí está, por ejemplo, pasando sin pena ni gloria, uno de notable importancia para la correcta organización territorial del Estado y el bienestar de la gente. Me refiero a la regulación que la ministra Ione Belarra está empeñada en introducir en los servicios de dependencia y, más en concreto, en los residenciales y que, aparte de su inviabilidad, choca frontalmente con la distribución competencial que la Constitución y los Estatutos han establecido y los Tribunales competentes, confirmado. La cosa viene de lejos y fue ya en diciembre de 2006, con la llamada Ley de Dependencia, cuando comenzó a torcerse, sin que nadie hiciera nada por enderezarla. ¡Quizá la oferta de compartir gastos al 50 por ciento superó las que habrían sido justificadas resistencias! Luego, con el engañoso espíritu de cogobernanza que se instauró con los estragos de la pandemia, se sumó a aquella la del Ingreso Mínimo Vital y nadie, salvo el Gobierno vasco, quiso enfrentarse a una práctica que no encaja en el vigente ordenamiento de distribución competencial. Nos encontramos ahora, en la propuesta de Belarra, ante la nueva invasión de una clara competencia autonómica exclusiva que le está vedada a la Administración central por Estatutos como el de Gernika. Resulta así que la polémica errática y estéril, además de ser mera pérdida de tiempo y enrarecer el ambiente político, distrae a la opinión pública de asuntos que, aunque de apariencia menos vistosa y más pedestre, afectan a las cuitas del día a día de la gente. Pero este humilde ir «a las cosas», como Ortega y Gasset aconsejara, resulta aburrido para una política que sólo cree poder realizarse en la grandilocuencia y la solemnidad de los grandes acontecimientos.