JON JUARISTI-ABC

  • La izquierda española, como la europea en general, nunca ha sido capaz de verse como reformista

Uno de los últimos artículos de Umberto Eco, ‘Izquierda y poder’, publicado en 2015, apenas un año antes de su muerte, trataba del destino trágico de la izquierda europea. Durante siglo y medio, escribía el filósofo piamontés, la izquierda europea había vivido con la esperanza de una revolución que nunca llegó a triunfar. Allí donde lo hizo –en Rusia, China y países satélites entre los que destacan todavía Cuba y Corea del Norte, por no hablar ya de la Venezuela del bolivarismo–, los revolucionarios se volvieron conservadores, cuando no claramente reaccionarios.

Esa larga frustración convirtió a la izquierda europea (occidental, por supuesto) en una fuerza que nunca supo verse de otra forma que como ruptural, incapaz de decir que sí a algo. La izquierda, europea, sostenía Eco, «siempre se sintió obligada a decir que no, y miraba con recelo a los que en ella se aventuraban, tímidamente, a decir que sí con la boca pequeña», es decir, a transigir un poco con el capitalismo y a intentar cambiar el sistema desde dentro. A estos, «los expulsaba por socialdemócratas» (o sea, por socialtraidores), y cuando la dirección de un partido se volvía socialdemócrata, los militantes lo abandonaban para formar organizaciones más radicales, aunque fuesen grupúsculos imperceptibles.

Es obvio que Eco pensaba especialmente en el caso de la izquierda italiana, y, sobre todo, en la gran crisis del eurocomunismo durante los años setenta y ochenta, cuando la constelación de los grupos violentos y armados salidos de las filas del PCI terminó con el reformismo de los líderes como Berlinguer, que no eran exactamente como Santiago Carrillo, y con el propio PCI. Eco cargó en su producción periodística de esos años contra lo que juzgaba la «estupidez y locura» de la morralla izquierdista de los llamados «años de plomo» (Brigadas Rojas, Núcleos Armados Proletarios, Lotta Continua, etcétera), que demolieron la izquierda en Italia hasta hoy. Al contrario que a los eurocomunistas, a la nueva izquierda entre terrorista y suicida le repugnaba la idea misma de compartir el poder, que consideraba patrimonio de la «corrupta» Democracia Cristiana. En palabras de Eco, «se conformaba con pensar que algún día lograría destruir ese poder que rechazaba».

La historia de la izquierda española no ha sido tan distinta. La extrema izquierda (es decir, nuestra izquierda más europea en el peor sentido) ha conseguido terminar con lo poco que había de socialdemocracia en el PSOE, valiéndose de la colaboración de Pedro Sánchez.

Entre este y aquella se intercambiaron ideología y adverbios. Las podemitas fingieron valorar la afirmación (‘solo sí es sí’) y Sánchez se apoderó de la negación crónica («no es no»). Así les ha ido: «Pero sea vuestro hablar sí, sí; no, no, porque lo que es más de esto del mal procede» (Mateo, 5, 37).