Agradaores

Ignacio Camacho-ABC

  • Coreografías de palmas, aclamaciones de repertorio, jaleo de camarillas gregarias. Egos yonkis de autopropaganda

Palmas, muchas palmas. Ésta es una política de agradaores. Aplausos comprados -con ministerios, cargos, puestos de salida en listas- y aclamaciones de repertorio dirigidas por coreógrafos de gabinete. La cámara encendida: preparados, listos, que viene: aplaudid fuerte en cuanto entre el jefe. En el Parlamento cada bancada tiene un encargado de la clac que orquesta y regula las ovaciones. Se trata de señalarle al público, a la audiencia de la televisión, las frases culminantes del líder, como esas risas enlatadas de las series norteamericanas que subrayan los presuntos chistes para indicar a un espectador infantilizado cuándo debe reírse. En los congresos del Partido Comunista soviético, los aplausos a la nomenklatura se hacían eternos porque era fama que los primeros en

bajar las manos sufrían represalias. El Gran Ojo electrónico observa a los más tibios, a los menos entusiastas. Algunos escritores de discursos marcan en el texto las pausas con las que el orador debe dejar que el capataz de su comparsa empiece la correspondiente salva. Y cada debate se convierte en un duelo de decibelios, en un enfrentamiento de hinchadas pugnando por imponer su autocomplaciente ruido de camarillas gregarias.

En vez del memento mori romano, el recordatorio del carácter efímero de la gloria que un siervo pronunciaba al oído del general victorioso, los nuevos gurús de la propaganda estimulan el ego yonki de sus contratistas con escenas que deberían de provocarles sonrojo. Han vaciado la política de programas y de ideas para sustituirlos por imágenes huecas y emociones triviales divulgadas con técnica peliculera. Hablando de romanos, cuando Iván Redondo trabajaba para el extremeño Monago lo hizo comparecer en un programa de radio entre una escolta de centuriones de guardarropía con sus capas y sus cascos. Hubo discreto cachondeo entre Alsina y sus tertulianos. En otra ocasión pretendió vestir a los consejeros de jinetes tejanos para dotar de épica hollywoodense al Gobierno de un territorio esencialmente agrario. Lo del martes en Moncloa quería ser una escena de «El ala oeste» y se quedó en sainete castizo, pintoresco, de cine de barrio. Sólo faltó un «capitalista» -qué nombre tan extraordinario- que sacase a hombros al presidente por la puerta del palacio. O un manteo como el que dan los futbolistas a sus entrenadores tras un título recién ganado. Cuando se pierde el rubor, el sentido de la contención, se borra el límite del recato y se olvida que entre lo admirable y lo fatuo, entre lo sublime y lo ridículo, sólo media un paso.

Quizá por eso crearon tantos ministerios; un liderazgo narcisista necesita muchos corifeos para envolver su inagotable jactancia en el adecuado aparato escénico. Llegue usted a ministro para esto. Claro que habrá que algunos (y algunas, que aquí sí es relevante la inclusión) tampoco han hecho muchos más méritos.