Hizo bien el presidente abordando el proceso ante la verosimilitud de un posible desistimiento de ETA. Se equivocó cuando, ante el atentado del 30 de diciembre, dio muestras de vacilación, con una serie de gestos y concesiones que sembraron dudas sobre el verdadero estado de las cosas. Trataba de hacer suyo el ritmo que marcaba ETA, creyendo que él también necesitaba cargarse de razón para dar por terminado el proceso.
ETA ha ido acompasando la ruptura del proceso al ritmo que más le ha convenido. El objetivo era, como siempre, el de transferir a los demás la responsabilidad, endosándoles toda la carga del fracaso. Atentó, primero, en Barajas, pero declaró, al mismo tiempo, que el alto el fuego seguía en pie y el proceso, en marcha. Adoctrinó a los suyos para que repitieran el mismo mensaje. Así lo han hecho. Desde el 30 de diciembre del pasado año, los portavoces de la izquierda abertzale no han dejado de insistir en ello. Hasta se permitieron el sarcasmo de hacer pública una nueva propuesta política -la de la autonomía conjunta de Navarra y Euskadi dentro del Estado español-, como si nada hubiera ocurrido en la Terminal número 4 del aeropuerto de Madrid o como si tuvieran sincera voluntad de reparar sus consecuencias.
No quería sólo ETA ganar tiempo con esta táctica dilatoria. Quería, sobre todo, cargarse de razón y acumular fuerzas, en vez de dispersarlas, como le había ocurrido tras la ruptura de la tregua en 1999, cuando la izquierda abertzale sufrió la escisión de Aralar y llegó a perder, en las siguientes elecciones de 2001, más de la mitad de sus parlamentarios. Ahora, aprendida la lección de entonces, ETA ha permanecido inactiva y silenciosa, a la espera de verificar sus apoyos en los comicios del 27 de mayo. Y, visto que sus simpatizantes continúan apiñados y que en ellos ha calado el mensaje de la continuidad del proceso, la banda ha creído llegado el momento de poner todas sus cartas sobre la mesa. Lo ha hecho con el comunicado de ayer. La exclusión de Batasuna y de gran parte de su cortejo del proceso electoral ha sido la gota que ha colmado el vaso de su paciencia. El alto el fuego y el proceso se rompen, por tanto, no por el atentado de Barajas, sino por el «fascismo» de Zapatero y la «codicia» y la «traición» del PNV.
Por desgracia, muchos se han creído el discurso de ETA. No sólo entre los suyos. Aquí, en Euskadi, bastaba con escuchar las tertulias de ciertas radios locales, y con leer algunos medios de comunicación, para darse cuenta de que el mensaje de la continuidad del proceso había calado en gente que no se declaraba afín a la izquierda abertzale. La ausencia de atentados directos de la banda en estos últimos cinco meses parecía, además, confirmarlo. Hasta se especulaba con la posibilidad de que ETA no volviera nunca más a las andadas. Triste es constatarlo, pero la banda había alcanzado, en buena medida, su objetivo. Eran muchos, demasiados, los que todavía creían viable reanudar el proceso, tras un período de incertidumbre y estancamiento.
Pero, siendo triste la persistencia de esta difundida creencia, más desolador resulta aún concluir que no se ha debido sólo a la fuerza persuasiva de ETA. A ella ha contribuido también la vacilante actitud del Gobierno y, sobre todo, de su presidente. En efecto, la pronta y firme reacción de Zapatero al comunicado etarra de ayer parecería dar a entender que él también, como esa otra mucha gente, albergaba aún la esperanza de que el proceso podía recuperarse. No le habría bastado el atentado del 30 de diciembre o el comunicado explicativo del 9 de enero para perder la esperanza. Porque, si le hubiera bastado, la firmeza que ayer tan prontamente exhibió la habría mostrado en aquella misma víspera de fin de año, y el comunicado hecho ayer público por la banda lo habría tomado ahora, si no como un texto irrelevante, sí, al menos, como una confirmación tardía y superflua de lo que todos sabíamos. La consternación que ayer dejó ver el presidente en sus palabras y en sus gestos demostraría así, mejor que cualquier otra prueba, que él también creía que nos encontrábamos en uno de esos tropiezos en que cualquier proceso de paz cae, pero de los que todo proceso de paz acaba levantándose.
Hizo bien el presidente cuando abordó el proceso ante la verosimilitud de que ETA hubiera decidido desistir de su actividad terrorista. Bien hizo también cuando, pese a los obstáculos que le oponía la otra parte y las injustas acusaciones de que era objeto, persistió en su empeño sin incurrir en cesiones intolerables. Se equivocó, sin embargo, y equivocó a mucha gente, cuando, en vez de hacerse cargo cabal del significado del atentado del 30 de diciembre, dio muestras de vacilación en su firmeza y se embarcó en una serie de gestos y concesiones que contribuyeron a sembrar dudas sobre el verdadero estado de las cosas. Hizo pensar, en efecto, que algunas de sus actuaciones en política penitenciaria y fiscal reflejaban un atisbo de esperanza fundada que a muchos les habría gustado compartir. No era así. Se trataba de hacer suyo el ritmo que marcaba ETA, creyendo que él también, como ETA, necesitaba cargarse de razón para dar por terminado el proceso. Con ello, sólo ha conseguido poner en duda la razón que tenía.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 6/6/2007