Alabad mi nombre

DAVID GISTAU-El Mundo

LA COLECCIÓN de estampas promocionales que el Sánchez de las gafas de puto amo puso a circular nada más pisar Moncloa ha derivado a algo más delirante y falto de sentido del ridículo: la consagración de un culto onanista que ha encargado un texto fundacional que habrá de ser sometido a lectura ininterrumpida en las madrasas socialdemócratas. El evangelio según Pedro, hacedor de todas las cosas, hombre providencial que, como Ignatius, no ve en la vida sino necios conjurados contra él. Cómo será la cosa que en un pasaje se aviene a hablar con un mortal pero atribuyéndose una frase –«Yo soy el que soy»– que antes sólo pronunció Dios. En esa Liga jugamos, caballeros, Dios y Sánchez, y después naide. Bardo de sí mismo, el presidente se toca la lira ante el incendio como en una parodia de la degeneración de los emperadores chiflados. Qué tragaderas tienen sus aduladores y sus escritores fantasma, sea dicho de paso. Qué gente, válgame Dios, la que compone esta Corte de los Underwood truchos.

Más allá del potencial de chistes que ofrece tanta inanidad que alguien decidió que debía ser materia de exégesis por parte de los españoles, resulta grave, en un supuesto estadista europeo, cierta indiscreción que recuerda la de aquellos que presumen en los bares de sus hazañas sexuales. Especialmente torpe es la referida al Rey, a quien ahora me imagino preguntando a Sánchez «¿Adónde vas?» después de verlo ponerse la chaqueta tan rápido como se vistió el torero después de acostarse con Ava Gardner: «¿Adónde voy a ir? ¡A contarlo!».

Sánchez atribuye al Rey intenciones e interpretaciones políticas que, por una parte, destrozan la distancia neutral que con tanta delicadeza cultiva el Jefe de Estado incluso cuando surgen olas políticas que quieren destruirlo a él y a cuanto simboliza, cuando no directamente guillotinarlo. Sánchez usa al Monarca como coartada, como si éste le hubiera hecho un encargo, casi el cumplimiento de un destino histórico, que admitiría comparaciones con el que Juan Carlos hizo a Suárez para que resolviera la Transición. Pero aquí hay un matiz muy revelador de las cosas que ve Sánchez el guapo, el que logra que una reina trote por los corredores como una groupie para conocerlo, cuando contempla su reflejo en el estanque: la figura gregaria, el personaje secundario en la forja del porvenir español, es el Rey. Al Rey, pobre hombre atribulado, superado por las circunstancias, logra calmarlo nuestro presidente al teléfono con sólo decirle: «Yo me encargo».