ANTONIO TORRES DEL MORAL-EL MUNDO

El autor subraya los fallos de la reforma de Ley Orgánica Electoral que, en la práctica, impiden la exigencia de responsabilidad política de los ediles, una de las anomalías de nuestra democracia municipal.

SE HA ARMADOuna buena durante los últimos días con la constitución de los parlamentos y de los gobiernos de las Comunidades Autónomas y de los ayuntamientos. Cada cual –candidatos y partidos– iba buscando precipitada, casi desesperadamente, su pareja para formalizar con ella un matrimonio de intereses por cuatro años, o sólo por dos en algunos casos en los que tales intereses no daban para más. Ahora toca gobernar, que es lo que los ciudadanos esperan un poco cansados ya de reuniones, propuestas, llamadas, declaraciones, rectificaciones, bromas y veras.

A los candidatos les merecía la pena el esfuerzo porque el premio era y es goloso, sobre todo en el caso de los alcaldes por varios motivos, principalmente dos. El primero de ellos es que van a gobernar el espacio político básico de la democracia, sin el cual el sistema político se queda colgado sin contacto con la base. Decía Tocqueville que la democracia será municipal o no será (cada día escribe mejor este hombre). Porque en el espacio municipal, la igualdad se ve y la solidaridad se palpa; también sus contrarios. Todo o casi todo está a la vista y con disimulos y opacidades es cada vez más difícil convencer al vecino que te conoce.

Bueno, pues, pese a todo, ha sido en el ámbito municipal en el que se han producido más desvíos de la moral común y del ordenamiento jurídico. Actualmente no debe haber menos de un centenar de casos en los tribunales, casi todos por motivos relacionados con la construcción: de viviendas, de colegios, de espacios recreativos… Es así porque el suelo es un bien público escaso cuya disponibilidad es inversamente proporcional a la necesidad que de él se tiene: resulta escasísimo cuando se necesitan 50 metros cuadrados y algo más asequible cuando están en juego 50.000. Y así nos ha ido. Muchos son los casos de corrupción que colapsan los tribunales. Unas veces han sido los equipos de gobierno si contaban con mayoría suficiente; en otras ocasiones han necesitado y encontrado ayudas de concejales gustosos de perder su independencia con tal de hacer y hacerse un favor.

Para dificultar estas maniobras, el legislador abordó el problema de la necesaria o conveniente permanencia de los miembros del consistorio en su grupo municipal de origen y, prudente y previsor, tomó nota de la Constitución y de los estatutos de autonomía y exigió, para que prosperara una moción de censura municipal, incorporar un candidato alternativo a la alcaldía y su aprobación por mayoría absoluta. Es decir, exigió en los ayuntamientos lo mismo que en los demás niveles territoriales de gobierno. Pero así como en el Gobierno de la nación y en los autonómicos esta medida ha logrado su propósito de dificultar el éxito de las mociones de censura, en el nivel local se vio desbordado por la cantidad de concejales de los grupos municipales gobernantes que se sumaban a las mociones de censura de la oposición para alcanzar la mayoría requerida, entrar en el nuevo equipo de gobierno y, también, en algunos supuestos, participar en el negocio del metro cuadrado. La casuística es infinita.

El legislador reaccionó tarde y mal para poner término a esta anomalía de la democracia municipal. Tarde porque no lo hizo hasta enero de 2011, más de tres décadas después de la constitución de los primeros ayuntamientos democráticos. Mal porque los efectos perversos de su reforma igualan a los deseados cuando no los superan con creces. Es así, en efecto, porque la reforma de la Ley Orgánica Electoral endurece las condiciones de tramitación de la moción de censura de los alcaldes con la finalidad de evitar aventuras claramente interesadas, pero, por atender esta segunda vertiente del problema, descuidó la otra y fundamental: permitir la exigencia de responsabilidad política de los alcaldes. Una de las medidas arbitradas consiste en anticipar al momento de la presentación de la moción de censura en el ayuntamiento el control de los requisitos para su admisión a trámite; a saber: la suscripción de la moción por la mayoría absoluta de los miembros de la corporación municipal y la inclusión de un candidato alternativo.

Tal solución es sorprendente por partida doble. En efecto, ya parece raro exigir el cumplimiento de las mismas condiciones para presentar la moción que para aprobarla. Pero sigamos leyendo: «En el caso de que alguno de los proponentes de la moción de censura formara parte o haya formado parte del grupo político municipal al que pertenece el alcalde cuya censura se propone, la mayoría exigida en el párrafo anterior se verá incrementada en el mismo número de concejales que se encuentran en tales circunstancias». Era otro paso más contra maniobras subrepticias dentro del grupo municipal de gobierno y así acabar con los intereses espurios que suele haber en estos cambios de disciplina política para alcanzar una concejalía y unos beneficios cuya descripción es innecesaria de puro sabida. Pero insisto: es un disparate exigir para su presentación lo mismo que para su triunfo.

Quedaba todavía un fleco: concejales de otros grupos pueden estar interesados en la operación, pero, si han cambiado de grupo municipal, su suscripción de la moción de censura queda igualmente penalizada: «Este mismo supuesto será de aplicación cuando alguno de los concejales proponentes de la moción haya dejado de pertenecer, por cualquier causa, al grupo político municipal al que se adscribió al inicio de su mandato». ¿Es que todo tránsfuga es un malvado? El legislador se puso a recaudo por si acaso.

No sé cuántos alcaldes han sido censurados desde la mentada reforma legislativa, pero sí sé en qué circunstancias no han podido serlo: en los municipios con solo dos grupos políticos. Ahora ya son menos los municipios bipartidistas que en los primeros años de democracia e incluso que unos años antes del actual fraccionamiento de los partidos, pero quedan muchos municipios pequeños en las dos Castillas, en Extremadura, en Andalucía, en Aragón, etcétera, que todavía lo son.

PUES BIEN, en todos ellos los alcaldes son insusceptibles de censura, vale decir que son políticamente irresponsables. Hagan números sobre la sencilla hipótesis de un ayuntamiento de 15 concejales en el cual gobierna un partido por ocho concejales contra siete. Para que la moción de censura sea admitida a trámite se precisa la mayoría absoluta de concejales (ocho), cifra que no está al alcance de la oposición. Pero si se suma a ella un concejal del grupo mayoritario, tampoco cumple con el requisito de entrada porque ahora se exige uno más; total, nueve. Si son dos los tránsfugas firmantes, tampoco porque se exigen cuatro; total, 11, etcétera. En realidad, no sólo desaparecen las posibilidades de censurar al alcalde, sino que el secretario del ayuntamiento se ve obligado a inadmitir a trámite la moción. Hasta podríamos manejar la hipótesis de que firmen la moción de censura todos los concejales del grupo gobernante, incluido, para mayor esperpento, el propio alcalde; estaríamos en las mismas: como son ocho, se exigen 16, más los siete de la oposición, total 23; pero el ayuntamiento tiene solo 15.

Estamos ante una moción de censura que, según los casos, puede ser de cumplimiento imposible. No sé si está sirviendo para acabar con el transfuguismo local y algunos negocios fraudulentos, pero el precio es muy alto: nada menos que impedir por ley la responsabilidad política de los alcaldes de cientos, acaso miles, de municipios españoles. En estos casos se suele decir que se nos ha ido el niño por el desagüe. Que el legislador desconozca las matemáticas elementales es peor incluso que su falta de conocimientos jurídicos. Habría bastado que un simple estudiante de bachillerato repasara el texto de la ley para que el disparate quedara corregido. Y así llevamos ocho años.

Antonio Torres del Moral es catedrático de Derecho Constitucional.