Francesc de Carreras-El Confidencial
- Proliferan partidos y personalidades políticas que están en esta línea antieuropeísta que mediante un discurso demagógico y simplista pueden convencer a muchos
La actual unidad de Europa que comienza con el Tratado del Carbón y del Acero (CECA) hace setenta años, en 1951, es de una naturaleza muy distinta a todos los intentos anteriores que pretendían una finalidad similar. Solo comprendiendo esta naturaleza puede entenderse tanto las razones de su indudable éxito, así como los peligros ante los que se encuentra. Por ello intentar frenar o desvirtuar este proceso debe calificarse de antieuropeísmo, es decir, un producto de aquellas ideologías nacionalistas que todavía se resisten a la unidad.
Esto hay que advertirlo porque hoy proliferan en Europa partidos y personalidades políticas que están en esta línea antieuropeísta que mediante un discurso demagógico y simplista pueden convencer a muchos y contar con un importante apoyo ciudadano, tanto desde la izquierda como desde la derecha.
¿Quién hubiera dicho hace unos años que un personaje como Nigel Farage, líder de un partido minoritario, influiría en los votantes conservadores —y hasta laborista— para que votaran a favor del Brexit? Pues lo consiguió, aunque fuera por una diferencia de un 2%, y ahora Gran Bretaña no sabe cómo salir del maldito embrollo en el que se ha metido. Otros pueden imitarlo, con referéndum o sin él. Si ello sucediera, estos 70 años de prosperidad económica, democracia política y, sobre todo, paz entre los países de la UE, podrían ser cosas del pasado y volver a las andadas. Debemos, por tanto, estar alerta y conocer la tierra que pisamos. El proceso de unidad europea ha de ser considerado como uno de los grandes logros de la cultura occidental.
Ciertamente, desde la Edad Media ha habido intentos de unidad. Primero, queriendo restablecer los antiguos dominios romanos por los carolingios en occidente o, poco después, en Centroeuropa y durante siglos, por los emperadores germánicos. Pero se trataba de épocas muy distintas, nada que ver con el proceso de unidad actual. A partir de la Ilustración y del liberalismo del siglo XIX ya nos acercamos más a las inquietudes presentes. Kant y el abate Saint-Pierre, primero, después Guizot o Victor Hugo en el siglo XIX, veían en la necesidad de evitar cruentas guerras y en la unidad cultural, el fundamento para un acuerdo entre los países de nuestro continente.
El europeísmo se acentuó tras la Guerra Europea (1914-1918), considerada desde este punto de vista como una guerra fratricida. Personalidades culturales como Stefan Zweig o Salvador de Madariaga, fueron ardientes europeístas obsesionados por la paz entre las naciones europeas. Movimientos proeuropeístas más políticos como el encabezado por el conde Coudenhove-Kalergi fueron dando fuerza y consistencia a la idea de unidad.
Estos 70 años de prosperidad económica, democracia política y, sobre todo, paz entre los países de la UE, podrían ser cosas del pasado
Pero fue tras la II Guerra Mundial (1939-1945) cuando fue un clamor en todos los estados europeos la necesidad de unidad para que cesasen las contiendas militares entre países europeos, especialmente entre Alemania y Francia. Entre el final de la guerra y 1950 se intentó crear un Estado federal europeo: la institución más importante que resultó de todo ello el Consejo de Europa, creado en 1949 y con sede en Estrasburgo, que aprobó al año siguiente el Convenio Europeo de Derechos Humanos (CEDH).
Hoy forman parte del Consejo 47 estados y su órgano más importante es el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) cuya jurisprudencia es decisiva en la interpretación por parte de los estados nacionales de los derechos humanos que ampara el Convenio. Sin embargo, hasta ahí llega su limitada contribución a la unidad europea. Los estados nacionales se resistían a ceder sus poderes y había que encontrar otros caminos para llegar a la unidad.
Estos caminos se encontraron por una vía inesperada: por el llamado método funcionalista, una idea que se debe especialmente a un empresario de segundo rango político, el francés Jean Monnet. Este admirable personaje comprendió que ir directamente a un Estado federal europeo era una aventura condenada al fracaso porque los estados no cederían tan fácilmente su soberanía. Pero entendió que había otra manera de evitar una nueva guerra en Europa: crear un interés económico común entre Francia y Alemania.
Estos caminos se encontraron por una vía inesperada: por el llamado método funcionalista
Si Alemania producía mucho acero y Francia mucho carbón, ambos imprescindibles para el desarrollo industrial en aquellos tiempos, era necesario cooperar entre las empresas de estos sectores de ambos países para crear una relación de interdependencia entre ambos. Convenció al primer ministro francés Schumann y sus intenciones fueron comprendidas por el canciller alemán Adenauer. De ahí nació la CECA, Monnet desempeñó el más alto cargo de la misma, ambos países salieron beneficiados y la perspectiva de una nueva guerra europea se alejaron.
Pero Monnet, y los demás padres fundadores de la unidad europea no querían solo quedarse ahí: este era solo el primer paso. El segundo tuvo lugar en 1957 al firmarse el Tratado de Roma por el cual se fundaba la Comunidad Económica Europea (CEE), cuyo objetivo principal era el mercado común mediante el progresivo desarme arancelario y con instituciones bastante similares a los estados federales: Asamblea, Consejo (senado compuesto por representantes de los estados), Comisión y Tribunal de Justicia.
Es a partir de ahí que comienza la ajetreada historia de la unidad europea: primero una comunidad económica (CEE), después una Comunidad Europea (CE) porque ya sus competencias excedían en mucho la economía y, después del Tratado de Maastricht de 1992, la actual Unión Europea (UE), que tras sucesivas revisiones y por la práctica política (por ejemplo, los cambios en el Banco Central Europeo desde la crisis de 2008 hasta hoy mismo son de capital importancia), se ha convertido en una institución que ejerce indirectamente el gobierno en buena parte de los sectores públicos de los diversos estados. En 1957 eran solo seis, hoy son veintisiete.
Pero Monnet, y los demás padres fundadores de la unidad europea no querían solo quedarse ahí: este era solo el primer paso
¿Estaba en la mente de Jean Monnet que la Europa unida solo tendría una dimensión económica, es decir, se limitaría a ser un mercado común? En absoluto. Lo que se pretendía era la unidad política aunque el proceso debía empezar, para que estuviera sólidamente fundamentado, en la unidad económica. Hacia el final de sus ‘Memorias’, editadas en España con un prólogo de Felipe González, Jean Monnet lo dice con claridad: «Jamás he dudado de que este proceso nos llevaría un día a unos Estados Unidos de Europa». Y añade unas líneas más abajo: «Las naciones soberanas del pasado han dejado de ser el marco donde se pueden resolver los problemas del presente».
De la cooperación económica de la CECA a la actual UE hay un abismo. Setenta años han transcurrido. Una Europa en paz, económicamente próspera, el espacio geográfico más igualitario del mundo, más tolerante y seguro. Críticas las que quieran, corrijamos los defectos, pero no destruyamos el invento. Como advirtió Eugenio D’Ors a un joven que quería mostrar sus habilidades con una copa llena de champán: «Joven, los experimentos con gaseosa».