Los datos, las cifras, las fechas no bastan; como tampoco basta el aprendizaje teórico de los principios del civismo y de la democracia: todo demasiado frío si no va acompañado de testimonios encarnados, de la cercanía y la singularidad de víctimas en cuya piel podamos ponernos.
Inge Barth-Grözinger, una profesora de lengua e historia del instituto de una pequeña ciudad del sur de Alemania, tuvo hace años una ocurrencia iluminadora. Encontró una referencia de un chico judío, Erich Levi, que estudió en ese mismo centro 70 años antes, y del que sólo se sabía que en 1938 partió hacia Estados Unidos huyendo del nazismo. Se le ocurrió proponer a sus alumnos de 16 años (la misma edad de Levi entonces) indagar en la historia de ese chico como proyecto de curso. Su propósito era claro: «La explicación en el aula del nazismo, la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto no puede basarse en dar datos, cifras y fechas. Lo fundamental es que los alumnos sientan empatía hacia las víctimas y de ahí la utilidad de analizar un caso particular».
Los alumnos comenzaron por entrevistar a los ancianos del pueblo, sus compañeros de clase de entonces. Con esos testimonios y con la investigación de archivo lograron reconstruir la vida escolar de ese estudiante desde el ascenso de Hitler en 1933 hasta su exilio forzado. El lento, pero continuado proceso de exclusión: las caricaturas antisemitas, la obligación de sentarse en última fila, la desvinculación de los que hasta entonces habían sido sus amigos, la hostilidad hacia la familia, etcétera. Tras esta investigación, sin embargo, los alumnos de Inge seguían insatisfechos: «Sentíamos que teníamos que hacer algo más, una especie de disculpa simbólica». Decidieron para ello localizar a Levi. Una labor ímproba, pues su rasgo se perdía en Brooklyn, Nueva York. Ni cortos ni perezosos, escribieron a los cientos de Levi que figuraban en el listado metropolitano. Tras meses de búsqueda, descubrieron que había muerto, pero pudieron localizar a su hijo, que apenas conocía detalles del pasado de su padre. Sin duda emocionado, él sí pudo ir al instituto de la pequeña ciudad alemana para asistir a la exposición que organizaron los alumnos con todos sus hallazgos. Inge, la profesora, terminó, por su parte, novelando la historia de Erich Levi (Algo queda. Editorial Edebé).
Salvando todas las distancias, yo no sé qué estudiarán los jóvenes vascos dentro de 70 años, qué relato les llegará de las décadas de terrorismo, de sus narrativas exculpatorias, de la permisividad y la resistencia de todos estos años. Lo que sí sé es que hay que sistematizar la labor de deslegitimación desde ya. Y que el mecanismo humano que subyace a esa labor es siempre el mismo. Los datos, las cifras, las fechas no bastan; como tampoco basta el aprendizaje teórico de los principios del civismo y de la democracia: todo demasiado frío si no va acompañado de testimonios encarnados, de la cercanía y la singularidad de víctimas en cuya piel podamos ponernos. Ojalá el «Plan de paz» que está intentando consensuar el Gobierno vasco esté a la altura de la profesora Inge. Ojalá la sociedad vasca esté a la altura de sus alumnos del instituto.
Belén Altuna, EL PAÍS, 12/5/2010