José María Ruiz Soroa-El Correo

  • La adopción como función principal del objetivo de moderar al nacionalismo ratifica a la izquierda en un rol secundario de la política autonómica

El secretario general de los socialistas vascos afirma frecuentemente en sus apariciones electorales que no solo como progresistas, sino también como vascos, nos conviene que no triunfen las derechas en las próximas elecciones nacionales. Y ello porque, según su criterio, la presencia de la derecha en el poder madrileño desencadenaría un proceso de radicalización del nacionalismo vasco tal, que este volvería al monte del soberanismo. Solo la presencia de la izquierda en el Gobierno del Estado garantiza un comportamiento contenido del nacionalismo, viene a decir. Lo cual es probablemente cierto en el corto plazo, aunque no queda claro si esa contención se debe a un peculiar espíritu conciliador e integrador de la izquierda o a su capacidad para comprar la benevolencia nacionalista con cesiones tácticas en terrenos tanto institucionales como simbólicos.

La idea de que la izquierda posee un singular virtuosismo para apaciguar a los nacionalismos territoriales centrífugos entronca en una concepción más amplia de la integración española, que podría resumirse así: fueron antes los separadores que los separatistas; más aún, aquellos son la causa de estos. Es decir, que los secesionismos vasco y catalán no serían sino reacciones a un previo nacionalismo centralista español adoptado rígidamente por una derecha conservadora enemiga de la diversidad y que es la que construyó a su modo y desde 1840 el Estado. Los nacionalismos no se deberían a factores socioculturales endógenos, sino que serían reactivos a una forma de gobernar, y por ello podrían integrarse pacíficamente con otra forma de hacerlo, una más federalista, por ejemplo.

Esta idea, por repetida que resulte (pues da mucho juego a la izquierda para vapulear dialécticamente a sus contrincantes), carece de la más mínima corroboración empírica o histórica y describe mal la historia de los nacionalismos. Naturalmente que estos usan del victimismo frente a un supuesto exacerbado mesetarismo como motivo para indignar a sus seguidores, pero su propia conducta desmiente que ese supuesto centralismo sea el acicate que les mueve. Pues cuanto menor ha sido el centralismo, cuanta más autonomía territorial ha existido, más intensa ha sido la actividad política secesionista o su preparación mediante una política de «construcción nacional».

En la práctica, esta concepción de los nacionalismos asume implícitamente que España está en deuda permanente con los nacionalismos vasco y catalán porque habría una especie de pecado imborrable en la construcción centralista de su Estado moderno. De ahí que acepte dócilmente que las reivindicaciones de aquellos gozan de una presunción inicial de legitimidad y corrección: profundizar el autogobierno es ‘a priori’ justo y necesario; oponerse a ello o matizar la cuestión es antidemocrático sin necesidad de más examen. La política nacional correcta es la de una conllevancia orteguiana teñida de entreguismo. Cuyo problema, dicho sea de paso, es el de que cada vez queda menos de valioso por entregar, salvo el mismo Estado, claro.

Yendo al caso particular del socialismo vasco, la adopción como función principal de ese objetivo de moderar al nacionalismo (sea hoy el jeltzale, mañana el abertzale), con vistas a lograr que posponga ‘sine die’ su asalto a la soberanía, le ratifica ineluctablemente en un rol de actor secundario de la política regional. Un papel que sin duda es simpático y que puede incluso presentarse como estimable ejemplo del ejercicio de la prudencia política, pero que le aleja de su espíritu propio que era de naturaleza progresista.

Nada más estrambótico, si se mira con la distancia suficiente, que ver a la izquierda ensalzar instituciones, ideas y políticas acusadamente reaccionarias simplemente porque son hegemónicas por tradición en este o aquel territorio, obviando el hecho patente de que rompen con principios como la igualdad de oportunidades y la libertad de los ciudadanos para elegir su vida buena. Lo recordaba cada dos días un ‘outsider’ como Andoni Unzalu: «La izquierda tiene sin duda que asumir la existencia de los nacionalismos y la convivencia con ellos, pero no se puede negociar con el nacionalista desde la cesión de los propios principios».

Difícil papel, por ello, el que se adjudica a sí mismo el socialismo vasco (y no solo él sino en general toda la izquierda no nacionalista). Hace pocas semanas, en estas mismas páginas, Ramón Jáuregui veía síntomas de que el nacionalismo irredento se va civilizando y disminuye su querencia a tirarse al monte, que la política real le va haciendo adulto. Ojalá sea así y triunfe su apuesta.